Las autopsias

CLITEMNESTRA:
Aquí me yergo, donde descargué el golpe
ante mi víctima; y obré de tal
manera, no os voy a negar, que
no ha podido ni huir ni defenderse.
Una red sin salida, cual la trampa
para peces, eché en torno a su cuerpo (…)
Lo golpeo dos veces y, allí mismo,
entre un grito y un grito, se desploma.
Cuando ya está en el suelo, un tercer golpe le doy,
ofrenda al Zeus subterráneo,
protector de los muertos. Ya caído,
su espíritu vomita; exhala, entonces,
un gran chorro de sangre, y me salpica
con negras gotas de sangrante escarcha.
Y yo me regocijo…

ESQUILO, Agamenón

27 de julio de 2023

La Morgue del distrito de Whitechapel era un edificio frío y pequeño, y si había algo que detestaba la doctora Laurie Villiers era tener que quedarse haciendo autopsias allí durante la noche. No obstante, cinco cuerpos eran cinco cuerpos y daban mucho trabajo. Especialmente cuando entre esos cinco cuerpos estaba el de un policía.

De hecho, el cadaver del policía -Joseph Baxter, de 56 años- era el único que había podido ser identificado. Baxter había sido enviado para revisar un edificio abandonado en la que una vecina decía haber visto luces extrañas. Al no regresar de su misión, dos oficiales fueron mandados al edificio para ver qué había ocurrido, encontrando a Baxter muerto.

Los otros cuatro estaban en el interior de otra casa abandonada en la que se había producido un incendio alrededor de las 23:00 de aquel día, y estaban prácticamente irreconocibles por las marcas del fuego. Les habían tomado las huellas digitales, pero la doctora Villiers estaba al tanto de que tardarían mucho en descubrir las identidades de aquellos cuerpos.

La doctora no tuvo dificultades en establecer la causa de muerte de tres de los cuerpos -dos varones y una mujer-, ya que se dio cuenta rápidamente que las quemaduras que presentaban eran post-mortem, y tras un breve examen físico vio los orificios de bala. Los hombres habían muerto casi instantáneamente de sendos disparos en la cabeza, mientras que la mujer había sido herida en el pecho y había agonizado durante unos cuantos minutos. La doctora extrajo las balas de los cuerpos y las mandó a la División de Balística para que determinasen a qué arma pertenecían.

Luego estaba el cuarto cadáver no identificado. El hombre, de alrededor de cincuenta años de edad, no tenía heridas de bala pero tampoco había muerto por el fuego. La doctora tuvo que esmerarse mucho y acabó por hallar una mordedura en su tobillo. Se trataba de marcas de colmillo, posiblemente de una serpiente. De haber ejercido en una zona rural, la doctora Villiers habría tenido más experiencia con estas cosas, pero en pleno corazón de Londres jamás se encontraban personas muertas por veneno de serpientes; por ello, la doctora tuvo que recurrir a sus viejos manuales de la universidad para saber qué hacer. Su relectura de aquel viejo material le indicó que debía sacar una muestra del veneno de la herida, lo cual hizo.

Estuvo a punto de enviar el veneno al laboratorio del Departamento de Policía del que su Morgue dependía, pero luego recordó que tenía un amigo en el Zoológico de Londres, que a su vez tenía un amigo que trabajaba en el Serpentario de aquel lugar. Villiers recordó que en los Serpentarios muchas veces tenían que lidiar con casos de mordeduras de serpiente en las que las víctimas no podían identificar al espécimen que las había atacado y en las que no había testigos que pudieran dar dicha información, por lo que se corría el riesgo de dar el antídoto equivocado al paciente, con resultados muchas veces fatales. Por eso, los lugares en donde había muchas serpientes y otros animales venenosos tenían laboratorios para analizar muestras de veneno tomadas de las heridas, y determinar con la mayor rapidez posible la especie a la que pertenecían y el antídoto que correspondía darle a la víctima.

Así que la doctora Villiers llamó a su amigo, quien vino a la Morgue y recibió de sus manos la muestra de veneno. El hombre le dijo a la doctora que los resultados estarían listos en tres o cuatro horas.

A continuación, la doctora Villiers se ocupó del cuerpo de Joe Baxter. Si bien el cuerpo no presentaba señales de violencia, su pistola había desaparecido misteriosamente, por lo que no se podía descartar la posibilidad de un homicidio. La revisión fue muy minuciosa, y el resultado fue inesperado.

***

-A ver, recapitulemos, doctora -dijo el detective Matthew Chambers con ironía-. Según usted, el oficial Baxter asesinó con su pistola reglamentaria a tres personas, soltó una serpiente que mordió y mató a la cuarta… ¿e hizo todo eso llevando muerto más de cuatro horas?

Habían pasado unas dos horas desde que Villiers había entregado la muestra de veneno del cuarto cadáver a su amigo del Zoológico y había empezado la autopsia de Baxter. Cincuenta minutos antes habían llegado los resultados de Balística, que afirmaban categóricamente que las tres municiones sacadas de los cadáveres pertenecían al arma del propio Joe Baxter; tras recibir la noticia, la doctora había examinado las manos del cuerpo, y cuando su observación estaba por concluir recibió la poco deseada visita del detective Chambers.

-Señor Chambers -dijo Villiers, omitiendo el llamarlo «detective»-, yo no dije que Baxter haya matado a esas tres personas. Y no lo dije porque no creo que haya sido él. Primero, porque como usted bien señaló, llevaba muerto varias horas cuando se produjo el incendio. Segundo, porque no había rastros de pólvora en sus manos.

El hecho de que las armas de fuego dejaban pólvora en las manos al ser disparadas era bastante poco conocido. Lo primero que hacía la mayoría de los asesinos tras matar a sus víctimas era limpiar escrupulosamente, usando un pañuelo o una toalla, el arma homicida, sin tomar en cuenta que en sus propias manos también había evidencias condenatorias. Muchos criminales eran atrapados por olvidar lavarse las manos en las primeras horas posteriores a sus asesinatos. Por eso, cuando le dijeron que las balas correspondían al arma de Baxter, Villiers se había preocupado por ver si en sus manos había pólvora, y no encontró nada.

-¿Está absolutamente segura? ¿Tanto como para declararlo en un juicio?

-De que lleva muerto más tiempo que las otras víctimas, sí -dijo serenamente la doctora.

-¿Y miró en las manos de ellos para ver si alguno tenía pólvora?

-Bueno, las quemaduras hacen eso un poco dífícil, pero mi conclusión preliminar es que no, ellos no dispararon esa pistola ni ninguna otra.

-¿De modo que hay una sexta persona involucrada?

-Así es.

-¿Y fue esa persona la que asesinó a las cinco víctimas?

-No, señor Chambers, a tres. La cuarta, como ya le dije, murió como consecuencia del veneno de la serpiente. Claro que el animal podría haber sido soltado para que lo atacase, pero aún no hay evidencias de ello. Y la quinta, el oficial Baxter, pues no parece haber muerto de forma violenta.

-¿Quiere decir que simplemente murió de causas naturales?

-He revisado el interior y el exterior de este hombre, señor Chambers, y no pude encontrar nada que demostrase que Baxter muriera asesinado. Es como si su cuerpo sencillamente hubiera dejado de funcionar de golpe. No pude encontrar moretones, cortes o pinchazos de agujas; las únicas heridas que encontré son una de bala y dos de arma blanca que datan de hace muchos años.

-Este es el caso más extraño que haya visto en toda mi carrera -dijo Chambers con frustración-. Y el hecho de que haya un policía involucrado cuya arma es responsable de tres de las muertes no hace más que embarrar la cancha. Todos mis superiores me piden resultados continuamente. Quieren un culpable que no sea Baxter. Y no creo que estén contentos si les presento a un misterioso sexto hombre como el autor de los homicidios.

La doctora captó la torpe insinuación -no era la primera vez que un policía le sugería que mintiese en sus informes-, pero estaba demasiado cansada como para armarle una clásica escena de «no-pienso-mentir-solamente-para-ayudarte-con-tus-jefes», así que simuló no entenderle y se las arregló para mandar a Chambers a su casa. La doctora luego se hizo un café y se sentó en su diminuto despacho a esperar la llamada de su amigo del Zoológico.

«Tampoco es la primera vez que encuentro cuerpos como el de Baxter», pensó la doctora. «Empecé a trabajar a los veintinueve años y el mes que viene cumpliré setenta y cuatro: cuarenta y cinco años como médica forense. Y durante esas cuatro décadas y media debo haberme topado con ocho o nueve cuerpos así. Personas muertas ‘naturalmente’ pero halladas en circunstancias que señalan todo lo contrario. Y algunas con expresiones de tal pavor en sus rostros… Sin embargo, las autopsias, aún las más exhaustivas, no encuentran nada. ¡Lo que daría por saber a qué diablos se deben esas muertes! Yo me hice forense para no tener que enfrentar la situación de perder un paciente, pero cuando no puedo descubrir las causas de una muerte me siento igualmente responsable.»

El teléfono sonó, haciendo que Villiers se sobresaltase; una vez que se tranquilizó, la doctora atendió la llamada.

-¿Laurie? -preguntó su amigo.

-John, me alegra hablar contigo. ¿Tienes los resultados?

-Sí, pero mi amigo, el señor Lewis, quiere dártelos él mismo.

-Está bien, pásame con él.

-¿Doctora Villiers? -preguntó una voz sorprendentemente joven.

-¿Señor Lewis? Un placer conocerlo, aún cuando sea por teléfono y en estas circunstancias.

-Igualmente -dijo Lewis. Su tono de voz era extraño, lleno de algo que a la doctora le pareció entusiasmo-. Quiero decirle que cuando descubrí la especie de serpiente a la que pertenecía el veneno lo primero que hice fue revisar nuestras jaulas para cerciorarme de que ninguna se hubiese escapado. Por suerte, no había ejemplares faltantes. Verá, no se trata de la clase de serpiente que uno pueda encontrar en el campo, y que por capricho del destino acabó en la gran ciudad; estamos hablando de una especie absolutamente exótica.

-¿Cuál? -preguntó la doctora, ansiando saber la respuesta para poder consignarlo en su informe e irse a su casa a dormir.

-Un áspid.

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