Peregrinación (III)

Albus sintió la punta de algo muy filoso en su cuello y permaneció quieto como una estatua. Alguien acababa de ponerle un machete y amenazaba con degollarlo.

-¿Quién eres? -dijo una voz profunda y masculina detrás suyo.

-Ya me oyeron. Albus Severus Potter.

-Ese nombre no nos dice nada. ¿Cómo has entrado a nuestra aldea?

-Simplemente caminando.

-Mientes. La Señora ha cerrado Kirite, nadie puede entrar o salir sin su permiso.

-¿La señora Emma Barfleur?

-Nunca pronunciamos su nombre -dijo el hombre.

-¿Por miedo o por respeto?

-Yo hago las preguntas aquí. ¿Qué vienes a hacer a nuestro pueblo? -replicó el hombre.

-Vengo a ver a la señora Barfleur.

-¿Y crees que simplemente te dejaremos pasar?

-Exacto -dijo Albus mientras se daba vuelta lentamente y lo miraba a los ojos-. Tu señora me está esperando.

-Ella no nos dijo nada al respecto.

-¿Ah, no? Bueno, de todos modos deseo verla.

-No te lo voy a permitir -respondió el hombre, pero Albus vio que vacilaba.

-¿Cómo me impedirás encontrarla? ¿Matándome? No eres esa clase de persona. Tú solo eres un tipo con un machete. Ella sí sería capaz de asesinarme, pero no tú. ¿Cómo te llamas?

-Gonzalo.

-Bueno, Gonzalo, te aseguro que vengo en son de paz. No soy un mago, soy un squib. ¿Sabes lo que eso significa?

-Sí, a veces ella nos llama así a todos sus descendientes… bueno, salvo al señor Rodrigo.

«Interesante», pensó Albus. «Con esa sola frase me ha dejado muchas cosas en claro: que Barfleur ha tenido hijos, que él y otros aldeanos descienden de esos hijos, que hay otro mago en esta aldea llamado Rodrigo, que es descendiente de Barfleur y que a él también lo consideran un ‘señor’, una autoridad, aunque sospecho que de más bajo rango que ella».

-Entonces comprenderás que yo no represento ninguna amenaza real para tu señora. Yo soy como ustedes, un simple squib sin poderes como los de tu señora. ¿Crees que ella corre peligro en mi presencia?

-No lo sé.

-Pues hagamos esto: tú llévame a la casa de Bar… de tu señora, hazme esperar afuera, dile que hay un squib británico que desea verla y luego haz lo que ella te ordene que hagas. Si quieres trae a otros hombres para que me vigilen mientras tú entras.

Dubitativo, el hombre miró a las tres mujeres y los dos viejos, como solicitando su opinión. Una de las mujeres asintió casi imperceptiblemente y Gonzalo se volvió hacia Albus.

-Como quieras.

Gonzalo asomó la cabeza por la cortina de una de las chozas y llamó a sus ocupantes. Casi un minuto después salieron dos muchachos de poco más de veinte años, que por algún motivo parecían turbados.

-Vamos, Felipe, Roberto, ya tendrán tiempo de volver a lo suyo. Necesito que vigilen a este chico mientras hablo con la Señora.

Roberto y Felipe, también armados con machetes, siguieron a Al y a Gonzalo mientras cruzaban la aldea. Gonzalo los guió hasta una choza que en nada se diferenciaba de las demás, salvo en que estaba situada un poco en el fondo, más lejos de la playa que las demás. Gonzalo tomó aliento, como para darse coraje, y entró sin llamar.

Pasaron diez o quince minutos. Los dos chicos, si bien no perdían de vista a Albus ni soltaban los machetes, parecían más que nada impacientes por volver a su choza. Finalmente Gonzalo salió, hizo un gesto con la cabeza a Felipe y a Roberto y los jovenes emprendieron su camino de regreso, más relajados que antes. Gonzalo le indicó a Albus que lo siguiese al interior de la choza, y si bien Albus no se hizo rogar, no pudo evitar mirar atrás. Su última imagen antes de que la cortina se cerrase fue la de Roberto tomando de la mano a Felipe. «Misterio resuelto», pensó.

La oscuridad de la cabaña era total. De pronto Gonzalo encendió una luz y Albus tuvo que contener una exclamación de sorpresa.

El chico esperaba que el interior de aquella pequeña y modesta residencia sería igualmente pequeño y modesto, pero se encontró parado en medio de un vestíbulo casi tan lujoso como el de la Mansión Malfoy y definitivamente mucho más lujoso que el de su propia casa, en Grimmauld Place. Sin embargo, la decoración era totalmente diferente, más propia del palacio de un sultán o un califa, con paredes muy blancas, gruesas alfombras y enormes almohadones en el suelo. Albus supuso que el hechizo que permitía que algo tan grande cupiera en una choza tan chica debía ser una versión muy mejorada del de la tienda mágica de su abuelo Arthur.

-Vamos, Potter -dijo Gonzalo, para nada impresionado con el lugar. Lo tomó del brazo y lo llevó hacia unas puertas de cedro de al menos tres metros. El hombre hizo girar el picaporte y le indicó que entrase solo.

***

La habitación en donde Gonzalo lo había hecho pasar estaba menos iluminada que el vestíbulo, en parte porque había apenas un par de lámparas de aceite encendidas y en parte porque estaba decorada con colores más apagados. Pero Albus no tuvo tiempo de observar otros detalles del decorado de esta nueva estancia porque la escena que estaba tomando lugar en uno de los divanes era demasiado poderosa como para que cualquier otra cosa ocupase su atención.

Si bien había dos personas arriba de ese diván, para la mente de Albus fue como si se tratase de una sola, y así las examinó de arriba abajo. Primero, la cabeza de la mujer, recostada sobre el respaldo del diván y con los ojos cerrados. Sus labios estaban curvados en una sonrisa satisfecha. Luego Albus contempló su pecho desnudo, sus dos hermosísimos senos con los pezones erectos. La mirada de Al bajó a continuación a su plano vientre y a su ombligo, pero frente a donde Albus hubiese podido ver su vagina, había otra cabeza cubierta de rizos negros que se movía casi rítmicamente. Las manos de la mujer descansaban sobre esos rizos y los acariciaban con languidez. La cabeza estaba unida a un cuello delgado y a unos hombros bastante anchos. Albus continuó su examen visual por la espalda, las nalgas, las piernas y los pies de aquel joven, y fue entonces que su cerebro llegó a la conclusión de que lo que estaba presenciando era una sesión de sexo oral, bastante placentera a juzgar por la sonrisa de la mujer.

Por primera vez en aquel largo día, Albus no supo qué hacer. Si bien había visto unas cuantas películas pornográficas, el único sexo «en vivo» que había presenciado en su vida había sido el suyo con Valerie, y no se consideraba un voyeur. De modo que apartó la vista de la pareja, buscó con la mirada otro diván, divisó uno que estaba en un rincón discreto y se acostó en él, dispuesto a esperar a que terminasen.

No debió aguardar mucho. La mujer llegó al orgasmo en medio de fuertes gemidos (Albus consideró de buen gusto no mirarla, pero no pudo evitar escucharla), y posteriormente, mientras recuperaba el aliento, habló por primera vez.

-¡Berety! -llamó, y un elfo doméstico se Apareció de inmediato- Ve al dormitorio y trae mi túnica y la del señor Rodrigo.

El elfo se Desapareció con idéntica rapidez y regresó unos segundos después con ambas túnicas. La del muchacho era blanca, mientras que la de la mujer era de un tono rojizo que Albus no pudo identificar.

-Pero dijiste que… -empezó a protestar el chico, pero la mujer lo interrumpió.

-Sin peros, Rodrigo. Lo lamento pero necesito hablar con el señor Potter. Vístete y, si realmente estás con tantas ganas, ve a la aldea y búscate alguna chica o algún chico que esté dispuesto a complacerte -Albus tuvo la impresión de que ponía un extraño énfasis en la palabra «dispuesto».

El joven negro se levantó de mala gana del diván, se puso su túnica, recogió su varita mágica de una mesita cercana y se fue sin dedicarle a Al ni siquiera una mirada. La mujer estiró los brazos perezosamente, se puso de pie, se colocó la túnica con ayuda del elfo, se volvió a acostar y luego dijo, dirigiéndose a Albus:

-Ven, acuéstate aquí conmigo.

Albus se puso de pie y se aproximó al diván de la mujer, que tenía dos respaldos y era lo bastante largo como para que dos personas se acostasen en ambos extremos sin tocarse. Agradeciendo silenciosamente aquella característica, Al se acostó en la otra punta del diván y miró a la mujer. Se esforzó por mantener la vista fija en su cara y no en el resto de su anatomía, que aquella túnica apenas ocultaba. Sus ojos verdes se encontraron con los negros de la señora.

-Eres más lindo de lo que imaginaba -dijo ella, mientras estiraba la mano hacia la mesita y levantaba su propia varita-. Como habrás deducido ya, yo soy Emma Barfleur, la reina de Kirite. Te doy la bienvenida a mi aldea.

-Muchas gracias, señora.

-Feliz cumpleaños, Albus. Ya sé que han pasado varias semanas, pero más vale tarde que nunca.

-¿Sabe cuándo es mi cumpleaños?

-Lo sé todo sobre ti. He estado observándote desde hace mucho tiempo.

-Entonces sabe usted a qué he venido, ¿verdad?

-Sí. Has venido para recuperar tus poderes. Quieres volver a ser un mago.

Albus asintió.

-Dime, ¿qué me responderías si yo te dijera que solamente como squib podrás vivir una vida larga, pacífica y feliz? Que la magia no te dará ninguna de esas cosas.

-Que de todos modos quiero dejar de ser un squib -dijo Al sin vacilar.

Barfleur sonrió.

-Perfecto. Tú y yo somos iguales. La magia es lo más importante de todo. La magia es lo que nos distingue de los muggles. La que nos hace superiores a ellos. La que nos da derecho a gobernarlos si queremos.

-La magia nos hace diferentes a los muggles, no superiores -opinó Albus-. Los muggles tienen derecho a gobernarse a sí mismos, no necesitan que nosotros los ayudemos.

-Tal vez sí, tal vez no. Algunos muggles no nos necesitan, pero no todos. Piensa en esta aldea, por ejemplo. Sin mí, serían presa fácil del gobierno o de los guerrilleros. Yo los he protegido. Kirite es como mi hija.

-¿Por qué Kirite? -preguntó Albus con curiosidad- ¿Por qué no quiso establecerse en algún otro lugar?

-Porque Kirite es donde yo nací. Aquí es donde mi madre me dio a luz, un año antes de que los portugueses nos secuestraran y nos esclavizaran.

-¿Por eso es que usted no tiene un nombre español o africano?

-Mi verdadero nombre, el que me pusieron mis padres, lo desconozco. Mi madre murió cuando yo tenía tres años y mi padre ya llevaba más de una década fallecido cuando regresé a Kirite, en 1851.

-¿De dónde sacó ese nombre, entonces?

-Me lo dieron mis amos. Los Barfleur eran una familia de franceses que habían respaldado al régimen de Napoleón Bonaparte y que habían sido ennoblecidos por él. Poco antes de Waterloo, presintiendo que Napoleón estaba por caer, vendieron todas sus propiedades en Francia y se trasladaron a Nueva Orleáns, en los Estados Unidos. Creo que eso fue a fines de 1813.

-¿Cuándo nació usted?

-En 1832. Fue al año siguiente que los Barfleur me compraron. En esa época era costumbre que los esclavos llevasen el apellido de sus amos, y que sus nombres originarios fuesen cambiados por ellos. Me pusieron Emma, y en cuanto cumplí los cinco me hicieron trabajar en las cocinas de su mansión.

-¿Y cómo es que recibió una educación mágica?

-A los seis años tuve mi primer brote involuntario de magia. Los Inefables estadounidenses lo detectaron, e informaron al Instituto de Brujas de Salem. En aquel entonces su política con los escasos magos y brujas esclavos era llevárselos al Instituto sin informar a sus amos ni a sus padres. Consideraban que la situación de un esclavo era distinta a la de un mago libre, y por eso se lo debía alejar de sus entornos. De modo que cuando cumplí los once años, en vez de recibir una carta del Instituto, fui… digamos raptada. Debo decir que no fueron muy amables conmigo al principio, pero eventualmente me explicaron bien los motivos por los cuales me sacaron de la casa de mis amos. Me mostré totalmente de acuerdo en vivir en el Instituto hasta los diecisiete años, momento en el cual los magos me darían una nueva identidad, para evitar que mis antiguos amos me obligasen a volver a su servicio.

«Creo que fui una alumna muy capaz. Supongo que el hecho de estar todo el año en el Instituto en vez de ir a mi casa durante los veranos me ayudó, pero también tenía un gran poder natural. No obstante, cuando terminé mis estudios preferí conservar mi nombre e irme de los Estados Unidos en vez de quedarme bajo un nombre falso.

«Estuve dos años en Asia y en Europa, viajando y aprendiendo muchas cosas nuevas acerca de la magia. Pero en 1851 sentí que necesitaba retornar a mi tierra. Cuando llegué, el país estaba en medio de otra guerra civil; en realidad el término adecuado sería «tribal», pero no hay grandes diferencias. El paisaje que hallé en Kirite era similar al que encontraste tú en Mbini. La aldea acababa de ser atacada, y solo habían sobrevivido un puñado de familias. Cualquier otra bruja, ante esta situación, se habría ido y habría dejado a aquellos muggles librados a su suerte. Pero yo sentí que mi responsabilidad era ayudarlos, protegerlos. Eran gente pacífica, ¿sabes? No merecían lo que les habían hecho. Y eran mí gente. Muggles, pero muggles nacidos en Kirite, igual que yo. Así que establecí barreras mágicas alrededor de la aldea, les revelé a todos mi status de bruja y les prometí que los mantendría a salvo del conflicto, siempre y cuando ellos no salieran de los territorios del pueblo sin mi autorización.

«Así pasaron varios años. Yo me construí esta residencia y me dediqué a brindarles a los aldeanos la paz y la seguridad necesarias para que pudieran crecer y prosperar.

-No parecen muy prósperos que digamos -señaló Albus.

-¿Por qué? ¿Porque viven en chozas? ¿Porque su dieta consiste en pescado y poco más que eso? ¿Porque sus ropas son modestas? Pues permite que te diga que puedes encontrar decenas de aldeas como esta sin siquiera salir de nuestra provincia. La diferencia entre esas aldeas y mi aldea es que sus habitantes están protegidos. No de la muerte, pero sí de la violencia. Y en cuanto a su modo de vida, están conformes con él. No necesitan televisores ni teléfonos celulares.

-¿Y qué hay de su salud?

-Yo cuido de ellos. Mis conocimientos médicos son iguales o mejores que los de cualquier medimago. Soy capaz de salvar más vidas que cualquier médico muggle.

-¿Y la educación? Si no les das una educación, no se interesarán nunca en irse de la aldea.

-Pero les doy una educación. Les enseño a leer y escribir, así como a sumar, restar, multiplicar y dividir.

-¿Solamente eso? -preguntó Albus.

-Si alguien desea aprender más, hay muchos libros en mi biblioteca y estoy más que dispuesta a prestárselos. Pero nadie ha manifestado ese deseo.

La atención de Albus pasó en ese momento de las palabras de Emma a su cuerpo, que podía más que vislumbrar debajo de aquella túnica tan fina. A los ojos de Albus, no había demasiada diferencia entre usar esa túnica y no usar nada. Nuevamente se preguntó de qué color sería exactamente dicha prenda. Sabía que esa tonalidad de rojo oscuro tenía un nombre, pero no conseguía…

-Magenta -dijo Emma-. Así se llama el color.

Albus se estremeció. Había tenido muchas experiencias con la Legeremancia y la Oclumancia durante su quinto año en Hogwarts, pero nunca nadie, ni siquiera sus profesores, había sido capaz de leerle la mente sin que se diera cuenta. El muchacho miró con un poco de temor a la hermosa mujer, que continuaba imperturbablemente acostada frente a él en el diván, sosteniendo la varita en la mano con tanta sencillez como si se tratase de un abanico.

-No te sientas mal, Albus -comentó ella en tono consolador-. No es que seas un mal Oclumántico, es que como squib tu mente es más accesible que en condiciones normales y yo tengo mucha práctica. Pero ya hemos hablado demasiado acerca del pasado y de nimiedades, Albus Potter. Ahora debemos hablar del presente, y también del futuro.

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