La Caída de la Bruja Mif

2012

Las clases de Dibujo (el nombre oficial de la materia era «Arte», pero todos lo consideraban demasiado pomposo para el primer año de una escuela primaria, por lo que le daban ese nombre más prosaico) tenían un sabor agridulce para Albus. Agrio, por la profesora que impartía esas clases, la señorita Finley. Dulce, por Annie Buckingham.

La profesora Finley se distinguía de todas sus colegas en más de un aspecto. Primero, su vestimenta. Las demás profesoras del colegio iban vestidas informalmente, con jeans y zapatillas, y llevaban el cabello suelto o atado con sencillez. Finley utilizaba siempre faldas, blusa y zapatos con taco aguja, y llevaba el cabello recogido en un moño. Y mientras las otras docentes cargaban sus materiales didácticos en los brazos, Finley empleaba un maletín negro en el que se destacaba una placa dorada con las iniciales «M. I. Finley». En conjunto, parecía más una abogada o una ejecutiva que una maestra de primaria.

En segundo lugar, su conducta hacia sus alumnos era diametralmente opuesta a la de sus compañeras de trabajo. En general las maestras trataban a los niños cariñosamente, felicitándolos cuando hacían bien sus ejercicios y animándolos a superarse cuando cometían errores; solamente se mostraban duras ante las faltas de disciplina. Finley trataba con indiferencia a los alumnos y alumnas capaces (lo mejor que podían esperar de ella cuando hacían buenos dibujos era un gélido «Bien» o «Pasable»), pero hacía blanco de sus más ácidas críticas a aquellos estudiantes que se equivocaban. Las únicas ocasiones en que se portaba más o menos cortésmente hacia los chicos era cuando el director del colegio venía a supervisar sus clases; aunque hay que decir que el director no se daría cuenta si Finley tratase mal a los niños en su presencia, porque su atención se veía inevitablemente atraída hacia sus largas y bellas piernas.

Albus no era buen dibujante, pero los reproches de Finley no le hacían mucha mella. A pesar de su corta edad, sabía que jamás aprendería a dibujar correctamente, por lo que las palabras de su profesora le entraban por un oído y le salían por el otro. Annie Buckingham, por su parte, nunca tenía problemas con Finley porque era la mejor dibujante de la clase. A diferencia de Albus, que solamente era zurdo, Annie era ambidiestra y podía utilizar las dos manos con igual habilidad. A Albus lo fascinaba verla dibujar; sus manos se movían con una coordinación maravillosa a través de las hojas, trazando líneas delicadas que terminaban dando forma a las imágenes que Annie buscaba reflejar. Los otros alumnos -incluso sus propias amigas- la envidiaban, pero Al solamente sentía admiración. Una admiración mezclada con algo que a su mente de seis años le parecía más extraño e indefinible, algo que se activaba cada vez que Annie estaba presente y que le impedía prestar plena atención a las otras cosas que los rodeaban. El hechizo (siendo un mago, Albus no podía usar otra palabra para definirlo) de Annie era más intenso cuando dibujaba, pero siempre estaba allí.
Aquella mañana, la primera clase que tenían era Dibujo con Finley. La profesora entró al salón con paso decidido y los niños se pusieron de pie.

-Buenos días, niños -saludó fríamente.

-¡Buenos días, profesora Finley! -replicaron los treinta pequeños al unísono.

-Hoy no dibujarán una sola fruta -dijo, tomando asiento y abriendo su maletín- sino un plato con frutas -añadió, sacando un plato de vidrio negro y una bolsa de plástico que contenía cinco o seis frutas de distinta clase. Cuando la profesora la abrió y desparramó su contenido sobre el plato, los chicos pudieron ver una manzana roja, una manzana verde, una pera, una banana, una naranja, un limón y un melón. Las únicas frutas que Finley les había hecho dibujar antes eran manzanas y naranjas, por lo que todos sabían que ese sería un ejercicio más difícil. La profesora acomodó cuidadosamente las frutas, las puso encima de su escritorio, donde todos podían verlas, y dijo:

-Pueden empezar. Espero que dentro de veinte minutos hayan terminado o estén a punto de hacerlo.

Y a continuación sacó de su maletín una novela de Danielle Steel y se puso a leerla, olvidándose por completo de su clase.

Albus empezó a dibujar. Primero hizo el plato, pues era lo más fácil. Luego dibujó las dos manzanas y se preparó para pintarlas, pero ni siquiera había trazado una línea roja sobre la primera cuando vio que Annie, que estaba sentada al lado suyo (aunque la profesora Finley les ordenaba que se separasen en hileras de un pupitre, lo que impedía a los alumnos hablar entre sí sin que ella se diese cuenta; por ello, no podía decirse que el estar en pupitres contiguos tuviese algún grado de intimidad), ya había terminado su dibujo y solamente le faltaba colorearlo. Albus vio como Annie utilizaba sus lápices de colores para darle vida al conjunto. La niña miró con satisfacción el dibujo y luego se llevó el lápiz a la boca, pensativa. Albus contempló sus labios con interés, hasta que notó que la pequeña había dejado de reflexionar y había sacado otra hoja.

Albus miró atentamente como Annie, demasiado absorta para percibir que estaba siendo observada, hacía un nuevo dibujo. No obstante, el mismo parecía ser mucho más complejo que el del plato de frutas. Era una forma alargada que primero le hizo pensar en una serpiente. Pero como Annie se interrumpía continuamente para descartar la hoja, sacar otra y volver a empezar el dibujo, tardó varios minutos en darse cuenta de que intentaba dibujar un dragón, una forma infinitamente más compleja que la de las frutas. A Annie le tomó unos diez bocetos, pero finalmente acabó por tener una versión satisfactoria a sus ojos -y excelente a los de Albus- de un dragón chino, con sus característicos bigotes y sus patas sorprendentemente cortas.

-Bueno, niños, ya pasaron los veinte minutos -anunció Finley de pronto-. A estas alturas ya deben haber finalizado todos.

Albus vio como sus compañeros, totalmente ajenos a lo que estaba haciendo Annie, empezaban a pintar frenéticamente sus respectivos dibujos, tratando de terminarlos antes de que la temible Finley pasara por sus pupitres. Al miró el suyo y vio que solamente estaba el plato y las dos manzanas. Era demasiado tarde para terminarlo, pero ver a Annie dibujar su dragón valía la pena.

-¿Qué es esto, Potter? -exclamó Finley cuando llegó a su pupitre- ¡Ni siquiera llegaste a dibujar tres frutas! ¡Eres un incapaz y un perezoso! ¡Tienes un cero!

El niño la miró con indiferencia, y Finley hizo un gesto de asco hacia lo que percibía como estupidez e indolencia de parte de su alumno, tras lo cual giró para ver lo que había hecho Annie.

-¡Buckingham! -exclamó, quitándole de las manos el dibujo del dragón- ¿Acaso no dije que dibujases ese plato con frutas? -dijo señalando bruscamente a su escritorio- ¡Si yo quiero que dibujes dragones en mi clase, te lo pediré!

-¡Pero profesora…! -protestó Annie, revolviendo entre las hojas que había en su pupitre en busca del dibujo de las frutas que había realizado antes. Desdichadamente el dibujo había quedado sepultado bajo una pila de borradores del dragón, y Finley tenía muy poca paciencia como para esperar a que Annie lo encontrase.

-¡Sin peros, Buckingham! ¡Otro cero! ¡Parece que tú y Potter tienen algo en común, ¿no?! ¡Ninguno cumple con las consignas de trabajo!

Y con un rápido movimiento, rasgó el papel en dos y lo arrojó con desprecio al suelo. Albus vio como los ojos de Annie se llenaban de lágrimas y sintió deseos de saltar sobre Finley para morderla, arañarla, patearla, tirarle del cabello… Pero Finley ya les había dado la espalda y avanzaba con paso marcial hacia su escritorio, donde estaba la libreta en la que pondría los ceros destinados a Annie y a Al.

De pronto, algo extraño pasó. Se escuchó un «crac» y el pie de la profesora se torció en un extraño ángulo. Finley agitó los brazos, intentando mantener el equilibrio, pero no logró evitar la caída. Albus vio como en cámara lenta cómo su cabeza se iba acercando al borde de uno de los pupitres hasta impactar sobre el mismo. El golpe le produjo un corte profundo en la frente, del cual comenzó a salir sangre instantáneamente. Los ojos de M. I. Finley se cerraron antes de que su cuerpo cayera por completo al piso.

20…

Unos minutos después, Albus ya estaba peinado, afeitado y con los dientes bien cepillados. Lo único que se hubiera podido criticar de su aspecto era el hecho de que la única prenda que usaba eran sus calzoncillos, pero dado que estaba en la intimidad de su cocina, a Albus no podía importarle menos. Los elfos habían limpiado bien la casa de los estragos de la fiesta, pero por suerte no habían tirado la última caja de pizza. Si bien hubiera podido pedirles a ellos que le preparasen un desayuno más adecuado, Al se limitó a abrir la caja y sacar una de las cinco o seis porciones que quedaban. Cuando tragó el primer bocado, sintió que el alma le volvía al cuerpo. Los primeros rayos del Sol entraban por la ventana de la cocina frente a la cual estaba sentado y le calentaban el pecho y el estómago, algo muy agradable en una mañana de otoño como aquella. Se había llevado el MP4 desde su dormitorio, y la canción Sweet Home Alabama, de Lynyrd Skynyrd, sonaba alegremente.

-Hola, Al… -dijo una voz detrás suyo- Oh, perdona, no me di cuenta que no estabas vestido…

Albus conocía lo bastante bien a Lysander Scamander como para saber por su tono de voz que acababa de ruborizarse, y dijo con una sonrisa:

-Vamos, Lysander, no seas tan mojigato y entra. No pienso tomarme la molestia de subir a vestirme solo para que te sientas cómodo. Al menos no a esta hora de la mañana.

-Sabes que tienes que ir a Hogwarts.

-Sí, y no iré en calzoncillos, no te preocupes. Pero hasta que sea la hora tampoco pienso ponerme esa maldita túnica. ¡Cómo me gustaría poder ir con ropas muggles!

-Bueno, puedes cambiar las normas si quieres. Puedes cambiar cualquier cosa -dijo Lysander, cediendo y sentándose frente a Albus.

-Lo haré cuando tenga cosas menos importantes de qué preocuparme, Lysander. ¿Quieres pizza? ¿Café? ¿Jugo?

-No, gracias, Al -dijo cortésmente el hijo de Luna-. ¿Qué pasó con esa chica de anoche? ¿Se llamaba Meggie o Maggie?

-No tengo la menor idea -dijo Albus, comiendo el último pedazo de la porción.

-¿Y qué ha ocurrido con ella? ¿Sigue arriba?

-La mandé a su casa apenas despertó.

-Pensé que te gustaba…

-El hecho de que me la haya llevado a mi dormitorio, haya acabado en su culo dos o tres veces y hayamos dormido en la misma cama no significa que sea el amor de mi vida. Además, era muy joven y estúpida para mí.

-¿Joven? ¿No tenía diecinueve o algo así?

-Me parece que o tomaste mucho anoche o no la viste con suficiente atención, Lys -dijo Al-. Tenía dieciséis. Se lo pregunté justo antes de metérsela.

-¿Hace falta que seas tan gráfico? -dijo Lysander, arrugando el ceño.

-Tú me lo preguntaste -dijo Al, sonriendo ante la actitud de su amigo.

-Es cierto -reconoció Lysander.

-¿Y a qué debo el honor de tu visita, Lys?

-John Dawlish.

-¿Qué pasa con él? -dijo Albus, apartándose un mechón de cabello de los ojos y pensando que quizá lo tuviera demasiado largo.

-Esperaba que tú pudieras decírmelo. Hay muchas preguntas acerca de lo que le ocurrió en realidad. Y demasiadas respuestas.

-Me alegra -dijo Albus, empezando a comer otra porción.

-¿Cómo?

-Mientras más «respuestas» haya, mejor. Los rumores contradictorios causan más miedo que la verdad lisa y llana, por más horrible que pueda ser.

-Me parece que tú conoces la verdad. Tú y los otros tres.

-¿Ya hablaste con ellos? -dijo Albus, bebiendo un trago de café y mirando a los ojos a Lysander.

-Sí, pero ninguno quiere soltar prenda.

-Si ellos no quieren decírtelo, yo no tengo derecho a hacerlo. Es asunto suyo.

-¿Cómo esperas que te ayude a manejar lo de Dawlish si no sé exactamente qué le ocurrió? Lo único que tengo son estos malditos rumores. Que se escapó a Francia, que está escondido aquí, que lo asesinaste, que se suicidó, que le dieron el Beso del Dementor, que le borraron la memoria y ahora cree ser un veterinario en Irlanda, que está en Azkaban con un nombre falso y una máscara de hierro para que no lo reconozcan…

-Ese es mi favorito. Me inspiré en Alejandro Dumas -dijo Albus entre risas.

-¡Esto no es un chiste, Al!

-¡Tienes que ver las cosas con humor, Lysander! -exclamó Albus- No importa lo que le pasó a Dawlish, lo que importa es que nadie lo sabe con certeza. Yo mismo he difundido esos rumores, justamente para que la gente no sea capaz de descubrir la verdad.

-¿Está muerto?

-Dawlish recibió su merecido. Es todo lo que necesitas saber -dijo Al con firmeza.

-Antes no solía haber secretos entre nosotros. Ahora tú y Ash y…

-Lo de Dawlish es diferente. Tú no publiques nada sobre él y deja que los rumores sigan corriendo salvajes como un montón de cabras con sobredosis de cafeína. Todo saldrá bien, Lys, te lo prometo -dijo Albus, dándole unas palmaditas en la mano.

-Te creo -dijo Lysander, suavizando un poco su gesto-. Es que… últimamente me pregunto si hicimos lo correcto.

-Somos los buenos, Lysander. Nunca lo olvides: nosotros somos los buenos. Ahora déjame darte un consejo: vuelve a tu casa. Él no suele levantarse tan temprano, pero si lo hace se preocupará al ver que no estás.

2024

La puerta de la celda de Albus se abrió de golpe, y el chico tuvo que cubrirse los ojos con la mano para que la luz del pasillo no lo cegara. Cuando logró acostumbrarse, Al se destapó los ojos y vio en el umbral a un hombre. No habiendo visto nada más que al sádico Chris Wickham durante los últimos días, Albus se alegró de encontrarse frente a alguien nuevo, aún cuando fuese un desconocido.

-¿Quién es usted? -dijo.

-Me llamo David Brading y soy un Auror.

-¿Viene a reemplazar a Wickham?

-Vengo como refuerzo, no como reemplazante.

-Qué lástima. Tu compañero es un hijo de puta.

-Lo sé -dijo Brading amablemente-. Tengo entendido que uno de los hermanos mayores de Chris murió en la guerra. Se unió a los Aurores pensando que nuestro trabajo era combatir a tipos como los que lo asesinaron, pero se encontró con que nos ocupamos de asuntos más bien policiales. Así que no es raro que teniendo frente a él a dos auténticos magos oscuros, aproveche la oportunidad para maltratarlos un poco.

-¿Está justificándolo?

-Una razón no es una excusa -dijo Brading, sacudiendo la cabeza-. Pero el jefe de la División insistió en poner a un tipo muy duro para vigilarlos.

-¿Quién es el nuevo jefe?

-John Dawlish.

-Pensé que Crouch pondría a alguien de la generación de mi padre, como Dean Thomas o Seamus Finnigan.

-Yo también, pero la ministra debe haber preferido a un Auror más experimentado.

-¿Qué ha pasado con mi tío?

-Sobrevivió, pero renunció a su puesto.

-Qué pena -dijo Albus, y Brading no dudó por un segundo que lo que consideraba lamentable no era la renuncia sino la supervivencia de Ron Weasley.

-He venido para decirte dos cosas. Primero, que tu juicio será mañana. Chris y yo nos ocuparemos de escoltarlos a ti y a Rosier hasta el Ministerio y una vez allí los entregaremos a los Aurores Alexander Cochrane y Peter Bakewell, que los tendrán bajo su custodia hasta que sea la hora del juicio en una celda ubicada en el propio Ministerio para esos menesteres.

«No quiero que hagas nada estúpido bajo mi guardia, porque ni Wickham ni yo vacilaremos en matarte. No confundas mi bondad con debilidad.

-Hasta ahora no me has demostrado mucha bondad que digamos, aunque es muy meritorio que me hables como una persona civilizada -señaló Albus con acritud.

-Eso me lleva a lo segundo. Acércate -dijo, dirigiéndose a alguien parado junto a él en el pasillo, lejos de la vista de Albus. El corazón le latió con más fuerza que nunca al ver a Valerie, tan pálida y delgada como él, pero viva, ilesa y sonriendo débilmente. Brading sacó un manojo de llaves y le quitó a la joven bruja los grilletes que llevaba en las muñecas y tobillos, tras lo cual ella se precipitó dentro de la celda y a los brazos de Albus. No mucho después, ambos lloraban.

-A Chris y a mí nos ordenaron no permitir que tuviesen contacto alguno. Cada vez que uno de ustedes salía al baño, teníamos que poner hechizos anti-sonoros en la puerta de la celda del otro. Pero considerando lo que les espera mañana, creo que merecen pasar algo de tiempo juntos. Tienen una hora hasta que Chris regrese. Les sugiero que la aprovechen -dijo Brading con calma, cerrando la puerta de la celda y sumiéndolos en una oscuridad que los chicos encontraron más reconfortante que nunca. No vacilaron en seguir el consejo de Brading. Una y otra y otra vez.

2012

A la mañana siguiente, Albus volvió a tomar en autobús, pero lo hizo con un aspecto infinitamente más cansado y abatido. No vio a Finley, pues ese día no tenía clases con ella y además el golpe en la cabeza que se había dado le había obligado a pedir una semana de licencia. No había hecho sus deberes y trabajó en clase mucho menos de lo normal. No le prestó atención a Annie. En cambio, Annie sí le prestó atención a Albus, espiándolo continuamente a lo largo de la jornada.

Cuando sonó el timbre que puso fin a su última clase, todos los niños recogieron sus útiles y los guardaron en sus mochilas. Albus no fue la excepción, y quería ser el más rápido, pero cuando estaba por salir del aula alguien lo sujetó por el hombro.

-Al, espera -dijo Annie.

-¿Qué pasa, Annie?

-Quiero agradecerte por lo de ayer.

-¿Lo de ayer? ¿Qué pasó ayer? -dijo Albus, intentando esquivar su mirada.

-Sé que tuviste algo que ver con lo que le pasó a Finley.

-¡No! ¡Mientes! -protestó Albus, pero Annie no se alteró.

-No sé cómo lo hiciste, pero te doy las gracias.

-¡Yo no hice nada! -dijo Albus, apartando de un tirón la mano de Annie y saliendo del salón a toda velocidad. Albus corrió ciegamente, buscando alejarse de los niños que empezaban a formarse en filas, y terminó saliendo al patio del recreo, un patio interior cubierto con baldosas rojas que parecían haberse desteñido con el tiempo y la lluvia hasta convertirse en algo similar a un rosa pálido. Albus se sentó en una de las hamacas y se puso a llorar.

-¿Por qué lloras? -preguntó una voz familiar, y Albus comprobó consternado que Annie lo había seguido. No quiso darse vuelta para que la niña viera sus lágrimas.

-Mañana me van a cambiar de escuela.

-¿Por qué?

«Porque papá piensa que Finley podría terminar descubriendo que soy un mago», pensó, pero dijo:

-Papá y mamá dicen que hay una escuela mejor para mí, una privada que queda más cerca de casa.

-Entonces quiero que te lleves esto como recuerdo -dijo Annie, rodeándolo hasta quedar frente a él y dándole un suave beso en la mejilla. Albus dejó de llorar y se quedó paralizado por la magnífica sorpresa. Sonriente al ver que su beso parecía haberlo consolado un poco, Annie se quitó la mochila, la abrió y sacó una hoja-. Y también esto -dijo, entregándosela. Albus se enjugó las lágrimas para ver mejor y se llevó la segunda sorpresa del día. Era el dibujo del dragón. Annie se había llevado los pedazos del original y lo había copiado en su casa.

-Guárdatelo -dijo Annie, y Albus se apresuró a hacer lo que ella le pedía-. Ahora podrás recordarme cuando estés en tu nueva escuela, y en todas las otras escuelas por las que pases.

-Gracias -dijo Albus, dándole un abrazo. El niño pensó en aprovechar la proximidad para darle él un beso en la mejilla, pero una tercera persona lo interrumpió.

-¿Qué están haciendo ahí, niños?

Annie y Albus se separaron y vieron a su profesora de Lengua, Greta Murray. Los niños temieron que la señora Murray los reprendiese, pero se limitó a decirles gentilmente:

-Es hora de irse. Vuelvan con sus compañeros ahora o perderán el autobús.

20…

Habiendo terminado su día de trabajo, Albus se sentó frente a su pintura favorita de la galería. Hacía ya varias semanas que se exhibía allí aquella muestra de pintores jóvenes de la cual formaba parte la obra en cuestión, y desde el primer día Albus se había venido metiendo sin permiso en la sala por las noches, cuando no había nadie en el edificio.

En el centro del cuadro había una mujer caída, con una herida profundísima en la frente de la que brotaba un chorro de sangre que formaba un extenso charco. La bruja tenía una túnica negra de apariencia antiquísima, pero uno de sus pies asomaba por debajo, calzando un moderno zapato cuyo taco aguja estaba partido. En el fondo de la pintura podía verse a un niño de cabello muy negro y ojos muy verdes y una niña de cabello rubio y ojos castaños tomados de la mano. El escenario que rodeaba a los tres personajes era un desierto pedregoso. En el cielo, muy a lo lejos, podía verse la silueta de una criatura voladora. El título de la obra era LA CAÍDA DE LA BRUJA MIF. Solo Albus sabía que la criatura voladora era un dragón, y que «MIF» significaba «Mónica Ingrid Finley», y que la autora de la obra, Anne Chadwick, solía llamarse Annie Buckingham.

-Nosotros somos los buenos -murmuró Albus, mirando con placer el rostro de su antigua profesora, retratado tan talentosamente por Annie.

[NOTA 1: Los nombres, iniciales y apellidos de casi todos los personajes que aparecen en este capítulo están basados en nombres de Historiadores. «M. I. Finley» y «G. Murray» son especialistas en historia griega, lo mismo que John Chadwick. Por su parte, Peter Bakewell es especialista en historia americana colonial, y tiene una obra muy recomendable sobre la explotación de las minas de Potosí. La única que no se basa en ningún nombre real es Annie Buckingham.

NOTA 2: Annie no es una bruja ni una squib ni conoce la existencia de la magia. Lo suyo es simplemente un caso muy precoz de la célebre intuición femenina.]

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