David y Sansón

La señora Zabini abandonó el consultorio de su Sanador de cabecera como si estuviera soñando. La mujer olvidó saludar a la secretaria del Sanador y casi se chocó con un muggle apenas salió al exterior. El paso de la luz artificial del consultorio a la luz solar la ayudó a recuperar cierta lucidez y empezó a caminar hacia su casa.

Era un hermoso día en Florencia, y la señora Zabini decidió que lo mejor sería caminar a su casa en vez de Desaparecerse en un callejón cercano al consultorio. Así que la señora Zabini se mezcló tranquilamente entre los turistas muggles que venían a ver las maravillas históricas y arquitectónicas que aquella ciudad renacentista tenía para ofrecer. La bruja podía notar que a pesar de que ya no era una jovencita, los ojos de los hombres -que son para muchas mujeres el mejor de los espejos- la seguían atentamente. Normalmente se habría sentido complacida, pero aquel día su mente estaba demasiado inmersa en su propio pasado como para apreciarlo.

Paradójicamente, solo el paso por la Plaza Della Signoria llegó a apartarla, apenas por un instante, de sus recuerdos. Pero el ver el David de Miguel Ángel no hizo más que volver a sumergirla. La señora Zabini recordó que Albus Potter le había contado dos cosas acerca de la escultura. Primero, que Adolf Hitler, en una de sus visitas a su amigo Benito Mussolini, había pronunciado un discurso a pocos metros de la estatua de aquel héroe judío. Albus había señalado que le sorprendía que ni Hitler ni sus colaboradores se hubiesen percatado de aquella circunstancia, optando por pronunciar el discurso en alguna otra parte de Florencia.

Lo segundo que Albus le había dicho era que la estatua tenía un pequeño error: David no estaba circuncidado. Albus le había contado que él tenía dos explicaciones para aquella omisión de Miguel Ángel: que había preferido mantener el prepucio de David intacto para no ofender al puritanismo de las autoridades políticas y religiosas, o que al concebir la estatua había tenido la cabeza demasiado llena de modelos de esculturas griegas de Fidias o Praxíteles como para recordar que estaba esculpiendo a un judío. Albus Potter prefería inclinarse por la segunda hipótesis.

La señora Zabini siguió caminando mientras el sol florentino acariciaba su piel, hasta llegar frente a la antigua residencia de la familia de su esposo, edificio que databa de finales del siglo XVII. Había todavía algunos hechizos protectores en la entrada -resabios de la guerra-, pero desactivarlos le tomó muy poco tiempo y pronto se halló dentro de la hermosa y señorial casa. Atravesó el largo pasillo, cubierto por una gruesa alfombra verde y adornado con columnas de mármol. No pasó mucho hasta que su elfina Enelyë se Apareció.

-Bienvenida, ama -la saludó.

-Enelyë, no he estado ausente ni siquiera dos horas -dijo la señora Zabini con una sonrisa débil.

-Aún así, siempre es un placer tener a mi ama conmigo -replicó Enelyë-. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? ¿Quiere tomar un té o algo para comer…?

-No, gracias -dijo su ama-. Voy a estar en la biblioteca un rato, y no deseo ser molestada.

La elfina asintió con un movimiento de cabeza y se Desapareció. La señora Zabini continuó su marcha hacia la biblioteca de su casa, una habitación con altísimos estantes y centenares de ejemplares. De haber sido una biblioteca muggle habría habido una escalera para alcanzar los libros de los estantes superiores, pero como los dueños eran magos, les bastaba con utilizar un Accio. Y ese hechizo fue justamente el que empleó la señora Zabini para bajar el libro que quería consultar: una vieja Biblia. Si bien estaba escrita en italiano, la señora Zabini llevaba suficientes años en Florencia como para dominar aquel idioma casi a la perfección. No tardó mucho tiempo en encontrar los pasajes que quería releer, y se sentó en su sillón favorito.

Sansón bajó a Timná, y allí le llamó la atención una mujer filistea. Entonces fue a decir a su padre y a su madre: «He visto en Timná a una mujer filistea; tráiganmela para que sea mi esposa». Su padre y su madre le replicaron: «¿No hay ninguna mujer entre las hijas de tus hermanos y en todo tu pueblo, para que vayas a buscarte una mujer entre esos filisteos incircuncisos?». Pero Sansón dijo a su padre: «Tráemela, porque esa es la que a mí me gusta». Su padre y su madre no sabían que esto procedía del Señor. El Señor, en efecto, buscaba un pretexto contra los filisteos, porque en ese tiempo los filisteos dominaban a Israel.

Sansón bajó a Timná, y al llegar a las viñas de Timná, un cachorro de león le salió al paso rugiendo. El espíritu del Señor se apoderó de él, y Sansón, sin tener nada en la mano, despedazó al león como se despedaza un cabrito. Pero él no contó ni a su padre ni a su madre lo que había hecho. Luego bajó, conversó con la mujer y ella le gustó.

Al cabo de un tiempo, Sansón volvió para casarse con ella. Se desvió del camino para ver el cadáver del león, y vio que en su cuerpo había un enjambre de abejas y un panal de miel. Lo recogió con su mano, y fue comiendo miel mientras caminaba. Cuando llegó adonde estaban su padre y su madre, les ofreció miel, y ellos comieron; pero no les dijo que la había sacado del cadáver del león.

Luego Sansón bajó para encontrarse con su mujer, y allí ofreció un banquete de siete días, como suelen hacerlo los jóvenes. Al verlo, los filisteos designaron treinta muchachos para que estuvieran con él. Entonces Sansón les dijo: «Les voy a proponer una adivinanza. Si me dan la solución correcta dentro de los siete días que dura el banquete, yo les daré treinta prendas de lino y treinta trajes de fiesta. En caso contrario, ustedes me los darán a mí». Ellos le respondieron: «Dinos tu adivinanza, porque te estamos oyendo». Entonces él les dijo:

Del que come salió comida, y del fuerte salió dulzura.

Y al cabo de tres días, aún no habían resuelto la adivinanza. Al cuarto día, dijeron a la mujer de Sansón: «Seduce a tu marido para que nos resuelva la adivinanza. De lo contrario, te quemaremos a ti y a toda tu familia. ¿O es que nos han invitado para quitarnos lo que es nuestro?».

La mujer se puso a llorar en brazos de Sansón, y le dijo: «Tú no sientes ningún cariño por mí. Has propuesto una adivinanza a mis compatriotas, y no has querido darme la solución». «No se la di a mi padre ni a mi madre, le respondió él, ¿y te la voy a dar a ti?». Pero ella le estuvo encima llorando los siete días que duró la fiesta, y él, ante tanta insistencia, al séptimo día le dio la solución. Ella se la comunicó a sus compatriotas. El séptimo día, antes que Sansón entrara en la habitación matrimonial, la gente del pueblo le dijo:

¿Qué hay más dulce que la miel y más fuerte que el león?

Y él les respondió: «Si no hubieran arado con mi ternera, no habrían resuelto mi adivinanza».

Los ojos de la señora Zabini estaban llenos de lágrimas cuando concluyó la lectura de esa parte de la historia de Sansón. La bruja se cubrió el rostro con las blancas y suaves manos, y sus hombros comenzaron a sacudirse.

-Lo siento, Al -musitó-. Lo lamento tanto. Perdóname.

De repente se escuchó un «crac» y la chillona voz de Enelyë dijo:

-Ama, el amo Antoine acaba de llegar… ¿Está bien, ama? -añadió, preocupada al ver el estado en el que se encontraba la señora Zabini.

-Sí, no te preocupes -replicó la señora Zabini, intentando serenarse y agradeciendo silenciosamente a la elfina por haberle avisado de la llegada de su marido-. Puedes retirarte.

Menos de un minuto después de que la elfina se Desapareció, las puertas de la biblioteca se abrieron y por ellas pasó Antoine Zabini. Como siempre, el volver a ver el rostro de su esposa hizo que el suyo se iluminase, pero en esta ocasión la alegría duró poco, ya que a la señora Zabini le fue imposible, en aquel breve lapso de tiempo, ocultar que había estado llorando.

-¿Qué pasa, Valerie? -dijo, acariciándole los hombros.

«Que piense que son lágrimas de alegría», pensó Valerie Rosier Zabini, y dijo con una amplia sonrisa:

-Estoy embarazada.

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