Memorias de Livius Black XVIII

El veinticinco de mayo de 2029 ha pasado a ser una fecha histórica para la comunidad mágica británica, lo mismo que el treinta y uno de octubre de 1981 o el dos de mayo de 1998. Todos los que protagonizamos esa jornada sentimos ese ritmo frenético que Albus le imprimió a la serie de acontecimientos que culminaron con su propia elección como viceministro de la Magia.

Me alegra decir que los tres Aurores de la lista que Albus nos había facilitado sobrevivieron. Alcyone, Ash y yo nos esforzamos por capturarlos con vida. Nuestras órdenes, originalmente, eran matarlos apenas los viéramos, pero pocos días antes Al nos contactó para pedirnos que, salvo que se resistieran, nos limitásemos a tomarlos prisioneros. No obstante, hubo algunas células —las que estaban formadas por mercenarios extranjeros— que interpretaron ese “salvo que se resistieran” de una manera muy flexible. Me consta que al menos seis de los Aurores que cayeron en la noche del veinticinco fueron asesinados simplemente por intentar escapar o por sacar su varita. Pero Albus decidió no mirar los dientes del caballo regalado, y nos favoreció a todos equitativamente. No solo recibimos indultos por todos los crímenes cometidos, sino que nos dio cuentas en Gringotts repletas con suficiente oro como para vivir sin trabajar durante el resto de nuestras vidas.

Esa retribución monetaria nos hizo sentir a todos muy incómodos. Sabíamos que, con su Piedra Filosofal, Albus no debía preocuparse por problemas financieros y que podía darse el lujo de entregarnos sumas astronómicas sin que su situación se resintiera en lo más mínimo. No obstante, no nos gustaba que nos pagase por nuestros esfuerzos, esfuerzos que le habíamos ofrecido voluntariamente y sin esperar recompensa alguna.

—El dinero es para protegerlos —nos respondió cuando quisimos rechazar su regalo—. Esas cuentas son intocables, pues están en la sucursal de Gringotts en Ginebra, y con nombres falsos. Si algo llegase a ocurrirme, quiero la tranquilidad de saber que ustedes estarán protegidos de cualquier confiscación. Y eso también vale para ustedes —agregó, dirigiéndose a Scorpius y Agamenón, que tenían fortunas propias y por ello estaban aún menos inclinados a aceptar lo que Al nos ofrecía—. ¿Piensan que un Ministerio controlado por nuestros enemigos les permitiría quedarse con sus propiedades y dinero?

Así que de muy mala gana, aceptamos sus millones. Los mercenarios, en cambio, tomaron su dinero y volvieron a sus países de origen, satisfechos con el excelente negocio que habían hecho.

Todos los miembros de lo que desde mi época de estudiante en Hogwarts solía llamar “el Ka-Tet”, con las excepciones de Isaac y el propio Albus, fuimos honrados con el ambiguo título de “agentes especiales del Ministerio”. De la misma forma que el de viceministro, esos cargos habían sido inventados para la ocasión, pero conllevaban un gran poder. Como agentes especiales, teníamos un rango superior a los Aurores e incluso a los Inefables. Ellos estaban obligados a obedecer todas nuestras órdenes y facilitarnos toda la información que necesitásemos (algo que irritaba sobremanera a los Inefables). Pero además nosotros podíamos arrestar por nuestra cuenta a cualquier mago o bruja, incluso si estos eran funcionarios del Ministerio, pues no respondíamos a ningún jefe de Departamento, sino exclusiva y directamente al ministro y al viceministro (y en los hechos, solo al viceministro). La entonces enigmática pero increíblemente leal Jezebel Smith pasó a ser la nueva jefa de la División de Aurores, e Isaac continuó como presidente del Parlamento. Así, todos los integrantes del Ka-Tet pasamos a tener cargos importantes en el Estado. Éramos la elite.

Siempre me he preguntado por qué tuvimos tantos escrúpulos en aceptar el dinero de Albus —dinero que le pertenecía legítimamente a él y solo a él, y que por ende tenía todo el derecho del mundo a darnos—, y tan pocos en aceptar los puestos que nos ofreció —puestos que en teoría pertenecían al Ministerio de la Magia y no a nuestro amigo—. ¿Era el poder más seductor que el dinero? ¿O creíamos que al ocupar esos cargos lo estábamos ayudando? Lo cierto es que ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que lo que hacíamos fuese incorrecto.

***

Admito que mi relato se ha vuelto desordenado. Antes de entrar en detalles sobre el rol que ocupamos en el régimen de Albus, debería contar algunas cosas de la noche en que Crouch fue derrocada. Apenas Albus se marchó de la Madriguera, nos envió mensajes con las monedas pidiéndonos que fuésemos a la Mansión Malfoy; como Draco, Pansy y Narcisa Malfoy estaban en Francia y Scorpius no había sido desheredado pese a su disputa con su padre, podíamos ir a la residencia de la familia sin muchos problemas. Solo debíamos esperar a que viniera Scor a abrirnos.

El momento en que recibimos su aviso a través de las monedas fue inolvidable. Ash, Alcyone y yo estábamos exhaustos después de la captura de los tres Aurores (a los que habíamos convertido en ranas y encerrado en una jaula). Aún recuerdo la breve incredulidad que sentí al ver el “Crouch ha caído. Vayan a la Mansión Malfoy” con el que Albus nos comunicó lo que había pasado. Era difícil asimilar que esas escuetas palabras pusieran fin a casi cinco años de exilio, entrenamiento, peligros y temores. Que volvería a ver a mis padres, y que ellos estarían a salvo. Que podríamos ir a tomar un helado en el local de los Fortescue o a beber una cerveza de manteca en Las Tres Escobas sin temor. Recuerdo cómo Ash se puso literalmente a dar saltos de alegría sobre el sofá del departamento en el que vivíamos, y cómo Alcyone me abrazó, al borde de las lágrimas y diciéndome:

—No puedo creer que haya terminado —una y otra vez. Recuerdo el calor de su cuerpo en esa noche de primavera y el olor de su pelo y las ganas que tenía de arrancarle la ropa y hacerle el amor ahí mismo, sin importar que Ash nos viera.

Y recuerdo cómo nos Aparecimos frente a la Mansión Malfoy, encontrándonos allí a Louis Rosier y Lysander, a quienes no veíamos desde hacía meses y que parecían tan felices juntos como Alcyone y yo. También nos esperaba Louis Weasley, todavía con la túnica de gala de la boda de su hermana. Recuerdo el momento en que vinieron Albus y Valerie, una Valerie que por primera vez desde que la conocíamos irradiaba simpatía. Albus, por su parte, parecía la encarnación misma de nuestro triunfo. Ya había dejado de ser solo nuestro amigo, ese que siempre nos recomendaba libros, películas y canciones muggles y que se aburría con las charlas sobre Quidditch y que me pedía ayuda a mí para redactar sus composiciones —pues para ser un lector tan ávido, era pésimo escribiendo— y a Agamenón para todo aquello que involucrase preparar pociones. Era el líder de la revolución, de nuestra revolución. Todas nuestras dudas, todas nuestras viejas reservas se desvanecían al verlo, por primera vez en años, auténticamente relajado y despreocupado.

También se nos unieron los mercenarios extranjeros, con muchos de los cuales habíamos forjado una relación cordial en Durmstrang. Y cuando Scorpius llegó, acompañado por Agamenón, y abrió las puertas de la Mansión para nosotros, y a pesar de que solo habíamos visitado la residencia de su familia un puñado de veces, sentimos como si nos dieran la bienvenida a nuestra casa tras una larga ausencia. En ese momento recuerdo haber pensado que con aquella reunión en la Mansión Malfoy estábamos cerrando un círculo que se había abierto casi cinco años atrás cuando todos excepto Valerie, Lysander, los dos Louis y Albus nos reunimos en ese mismo lugar para discutir si Al había asesinado o no al pobre Hugo.

Por indicación de Al, Scorpius nos guió hasta el enorme despacho de su padre, pero nuestro amigo no se sentó en el sillón de Draco, ubicado al otro lado del escritorio, sino encima de dicho mueble, entrecruzando las piernas. Había traído una mochila consigo, y de allí sacó dos pilas de pergaminos. A continuación nos hizo acercarnos uno a uno y nos entregó el indulto y el documento que certificaba la propiedad sobre nuestras respectivas cuentas de Gringotts en Ginebra, junto con identificaciones falsas que nos permitirían retirar los fondos sin problemas. No le costó percibir nuestra reticencia a aceptar el dinero.

—Si quieren discutir cualquier cosa relacionada a los fondos —advirtió—, por favor háganlo mañana.

Lo único por lo cual los mercenarios habrían sido capaces de discutir hubiera sido el monto de su recompensa —monto que para ellos era más que suficiente—, así que estaba claro que eso estaba dirigido a nosotros, y aceptamos tácitamente postergar nuestra charla con él acerca del dinero.

Los mercenarios ya no tenían motivos para quedarse. Albus había tenido cuidado de formar sus células de tal manera que no tuviéramos que convivir y trabajar con ellos, así que decidieron irse a festejar la exitosa conclusión de su trabajo al Londres muggle, mientras nosotros permanecíamos en la Mansión. Los dos elfos domésticos que los Malfoy habían dejado en su casa cuando se marcharon a Francia estaban eufóricos de tener tantas personas a quienes atender. En un tiempo notablemente corto consiguieron preparar una cena deliciosa y abundante. Y como las bodegas de los Malfoy estaban muy bien provistas, no tardaron en traernos copas de champaña helada. Albus nos miró, levantó su copa y dijo:

—Quiero que brindemos por mi primo, Hugo Weasley. Es por él que hicimos todo este esfuerzo y sacrificio. Él fue uno de los chicos más bondadosos, honestos e inocentes que conocí, y murió delante de mis ojos. Que descanse en paz ahora que su asesina está por fin tras las rejas, esperando para ser juzgada. ¡Por Hugo!

—¡Por Hugo! —replicaron todos, excepto yo, al unísono.

***

El resto de mis recuerdos de esa noche están algo distorsionados por el alcohol. Soy capaz de rememorar, no obstante, el momento en que, mientras cenábamos, Albus concluyó su pormenorizado relato de cómo, en menos de veinticuatro horas, había derrocado a Servilia Crouch, hecho designar ministro a Dawlish, derrocado a John Dawlish y hecho designar ministro a su tío Percy, con él mismo como viceministro. Fue entonces que Scorpius, que estaba masticando un sándwich y que ya estaba bastante achispado, soltó una risotada y exclamó:

—¡Vaya, Al, eres todo un hacedor de reyes! ¡Sacas a una, pones a otro, sacas a ese y pones a otro más!

Todos, incluido Albus, se unieron a sus risas, divertidos por la ocurrencia. Cuando Al pudo hablar, dijo:

—“El Hacedor de Reyes”. Bueno, si pasaré a la Historia con un apodo, ese no está tan mal. Al menos es mucho menos patético que “El Chico Que Vivió”.

Su réplica hizo que los presentes volvieran a estallar en carcajadas. En los días siguientes, siempre que hablábamos entre nosotros de Al, solíamos llamarlo jocosamente “nuestro amigo, el hacedor de reyes”. No obstante, poco a poco ese apodo se fue revistiendo de una inesperada solemnidad, y no fue mucho después que algunos magos, que si bien eran ajenos a nuestro círculo nos habían oído hablar así de Albus, comenzaron a emplearlo en un sentido totalmente diferente. Finalmente lo que Albus había dicho con tanta ligereza —que pasaría a la Historia con ese apodo— terminó volviéndose realidad. Hoy, pocos pueden oír ese nombre sin estremecerse.

***

Mi último recuerdo de esa fiesta fue cuando, por sugerencia de Alcyone, salimos a ver el amanecer a los jardines de la Mansión. Me acuerdo del olor del césped algo húmedo sobre el que nos acostamos, de las garbosas figuras de los pavos reales, del peso de la cabeza de Alcyone sobre mi pecho, de mis dedos recorriendo su cabello castaño, de cómo el cielo fue pasando del azul oscuro al gris, del gris al blanco, y del blanco al dorado.

Y también recuerdo cómo el sueño nos fue venciendo a todos mientras el sol se iba haciendo más y más potente. Agamenón, Ash, Louis Weasley, Lysander y el hermano de Valerie, que tenían las manos entrelazadas, Scor, que continuaba con una botella de whisky de fuego en la suya, Valerie, Alcyone… Finalmente solo quedamos Albus y yo. El muchacho me miró sonriente y me dijo:

—¿Imaginaste que estaríamos aquí el mes pasado, cuando ese hijo de puta de Dawlish encarceló a tus padres?

Avergonzado por el recuerdo de mi precipitado intento de asesinarlo, desencadenado por lo que Dawlish le había hecho a mis padres, bajé la mirada, pero él me apoyó la mano en el hombro y me hizo levantarla.

—Te lo diré por última vez, Liv: no te guardo el menor rencor por lo que me hiciste. Todos cometemos errores. Pero este es el momento de repararlos. Mañana… o más bien hoy, tú y yo sacaremos a tus padres y a los de Ash de Azkaban. También soltaremos a todos los Aurores que Crouch encarceló en abril, y los reuniremos con sus familias. Y nos ocuparemos de que Dawlish sea castigado por todo lo que hizo.

Su perdón, que no creía merecer, me hizo sentir lleno de agradecimiento, y lo abracé.

—Te quiero, Liv —me dijo el Hacedor de Reyes, poco antes de soltarme y tenderse sobre el pasto—. Los quiero a todos.

NOTAS

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