El prisionero en la fosa

Si bien el sonido de las olas podía oírse muy claramente, el mar estaba cubierto por un manto de tinieblas que la luz de la fogata no alcanzaba a disipar. Albus estaba sentado frente al fuego, absolutamente solo, sentado en la playa. En sus manos sostenía una flauta de madera. Recorrió el instrumento con las manos, admirando lo bien tallado que estaba, y se lo llevó a los labios. Logró emitir algunas notas, bastante desafinadas, y luego abandonó el esfuerzo, guardando la flauta en su mochila. Buscó en su interior un pequeño objeto.

Al cabo de unos instantes, escuchó a alguien decir:

―Eso sonó espantoso, Potter.

―Lo sé. No tengo talento para la música.

―¿Qué melodía intentabas sacar?

―La de Angie.

―¿Por qué?

―Bueno, uno de los aldeanos de Sivitas me la regaló, y me pareció que al menos debía probarla. Solo puedo hacerles un par de visitas por año, pero siempre se muestran tan felices de verme…

El fantasma de Severus Snape emitió un gruñido, y se sentó en la arena. Su figura era lo bastante brillante como para que Al pudiera verlo aún con la fogata entre ambos. No era su primer encuentro, así que estaba acostumbrado a sus modales, y a que lo llamara “Potter” en vez de “Al” o “Albus”.

―Te ves bien, Severus.

―No digas idioteces, Potter. Los muertos no nos vemos ni mejor ni peor.

―He notado que algunos de ustedes suelen adoptar la apariencia que tenían cuando eran jóvenes.

―Supongo que te referirás a Lupin y a Black. Esos imbéciles vanidosos podrán engañarse pensando que cuando eran adolescentes se veían mejor que cuando murieron. Yo sé siempre tuve la misma apariencia, tanto a los quince como a los treinta y cinco. Algunas arrugas más o menos, ¿qué diablos importa?

―Supongo que tienes razón, Severus.

―Imagino que es imposible obligarte a que me llames “profesor” o “señor”, ¿verdad, Potter?

“Como si pudiera llamar así al tipo que andaba atrás de mi abuela”, pensó, divertido, pero se limitó a sonreír. No era tan poco diplomático como para mencionar a Lily Evans frente a Snape.

―También imagino que no me habrás convocado aquí para escucharte cometer ese atentado contra el buen gusto musical de hace unos momentos.

―Imaginas bien.

―¿Por qué estoy aquí?

―Porque quisiera escuchar tus consejos.

―¿Mis consejos? ¿Y qué te hace pensar que estaría dispuesto a dártelos?

―Porque en el fondo sabes que hacerle la guerra a Servilia Crouch es lo correcto.

―Ella es una mujer diabólica, eso no lo niego ―dijo Snape, que le guardaba rencor desde aquellos años en que Crouch era una Auror y él un Mortífago―. Pero tú no eres mucho mejor.

―Yo no mato inocentes.

―No, es cierto… Y esa es tu debilidad, Potter.

―¿Qué quieres decir?

―Si quieres que tu enemigos te teman, debes asegurarte de que ellos te consideren capaz de todo, aún de las peores atrocidades. Deben creer que no tienes límites. Así, nadie se sentirá a salvo.

―¿O sea que debo engañarlos, Severus?

―Por supuesto. Muchas más guerras se han ganado por engaños que por fuerza bruta.

Albus permaneció en un silencio meditabundo durante un buen rato, tras el cual preguntó:

―¿Es cierto que el Señor de las Tinieblas te enseñó a volar sin escoba, Severus?

***

―Ya era hora ―dijo Dudley, y eso fue lo que les permitió volver a la realidad. Hermione separó sus labios de los de Harry y lo miró, con una expresión que combinaba la dulzura con el azoramiento; tenía las mejillas arreboladas.

―¿Tú también…? ―preguntó, y ante el asentimiento de Harry, le devolvió el beso. Fue mucho más sereno, como si sus labios fueran un vino que debía ser saboreado minuciosamente y no bebido de un solo trago. Cuando se separaron, Harry ya había tomado una decisión.

―Puede que no hayas sido la primera ―le dijo, clavando la mirada en sus grandes ojos castaños―, pero serás la última.

Estaban a punto de volver a besarse, cuando Dudley intervino nuevamente.

―Harry, eso es muy conmovedor, pero ¿qué vamos a hacer con él? ―dijo, señalando a Albus.

―Tienes razón ―dijo Hermione, alejándose de Harry―. Debemos decidir el próximo paso, eso es lo más importante ahora mismo.

―No podemos tenerlo aquí ―dijo Harry, resuelto a posponer sus asuntos con Hermione hasta que pudieran resolver aquello―. Tarde o temprano vendrán a buscarlo.

―Debemos contactar a Percy. Él nos ayudará, estoy segura.

―El problema no es Percy, el problema es que está rodeado por gente de Albus. Valerie Rosier es su subsecretaria, Isaac Prewett es presidente del Parlamento mágico, Scorpius Malfoy dirige Azkaban…

―Es cierto. Y no hay que olvidar a Jezebel Smith. Ella no formaba parte del grupo original de tu hijo, pero ahora parece ser totalmente leal a él. Es la jefa de los Aurores.

―Entonces debemos hablar con Draco ―afirmó Harry―. Él sabrá qué hacer.

―Primero tenemos que marcharnos de aquí… Y ustedes también ―dijo Hermione, dirigiéndose a Dudley―. Espero que sigan teniendo las valijas armadas.

―Sí, apenas nos dijiste que debíamos prepararlas, por si en algún momento teníamos que irnos de casa…

―Las tuyas, las de tu mujer y tus hijos, ¿verdad?

―Las de todos.

―Excelente ―dijo Harry―. Entonces quiero que pongas todo en el auto y se vayan ahora mismo. Nosotros cerraremos las persianas y acomodaremos todo como para que parezca que se han ido de vacaciones.

―Pero los niños están en la escuela… ¿Debemos esperar a que salgan?

―No, retírenlos enseguida de sus clases. Toma ―dijo, sacando un fajo de dinero muggle del bolsillo, que siempre llevaba por si se producía alguna emergencia. Dudley quiso rechazarlo, pero Harry insistió:― Es por mi culpa, y la de mi hijo, que tienes que irte. Acéptalo.

―Pero solo será por un fin de semana, ¿verdad? Tal vez menos…

―No lo sé. Esto les alcanzará para pasar al menos una semana en un hotel, quizá una semana y media. Yo les avisaré cuando sea seguro regresar.

Dudley tomó el fajo de billetes y se lo guardó en el bolsillo.

―Gracias por todo ―le dijo Harry.

―Es lo menos que podía hacer ―dijo Dudley―. Tú me salvaste la vida…

―Y me lo has pagado con creces ―replicó su primo―. No volveré a pedirte nada. No soportaría ponerte nuevamente en peligro.

Dudley le dio un prolongado abrazo a su primo, y luego fue a buscar a su esposa. Harry y Hermione oyeron cómo la pareja subía a los dormitorios a buscar las valijas, las cargaban en el auto, abrían la puerta automática del garage y se marchaban. Una vez solos, Harry subió al primer piso y, con su varita, fue cerrando las persianas y verificando que todas las luces estuvieran apagadas, mientras Hermione hacía lo mismo en la planta baja. Concluída la tarea, volvieron a la cocina.

―Ahora debes desactivar el encantamiento anti-Aparición, Harry. Tenemos que llevar a Albus al taller, y reunirnos todos ahí. Draco, James, Rosie y nosotros.

Harry asintió, y comenzó a pronunciar las palabras que levantaban el encantamiento, mientras Hermione sujetaba a Albus de la muñeca. Una vez que terminó, ambos se Desaparecieron.

***

El taller estaba situado en las afueras de Birmingham, y había cerrado dos años atrás, cuando su dueño falleció. Sus sobrinos habían heredado el local, pero como ninguno de los dos era mecánico, decidieron venderlo. Harry, siguiendo los consejos de Hermione, estaba buscando algún edificio vacío que pudiera servirles como punto de reunión ―pues estaban decididos a que, si debían pasar a la clandestinidad, no podían vivir todos bajo el mismo techo―, y el agente de bienes raíces muggle que había contratado le informó enseguida. Tras su adquisición, Harry lo fortificó con varios hechizos de protección.

El lugar era polvoriento, y quedaban algunas herramientas oxidadas en el piso y en las mesas. En las paredes seguía habiendo pósters descoloridos de mujeres muggles con las tetas al aire. Casi todos los vidrios de las ventanas estaban rotos, por lo que hacía casi tanto frío como si estuvieran a la intemperie. Harry utilizó un Levicorpus para hacer descender a Albus a la fosa que había utilizado el mecánico para revisar con comodidad la parte inferior de los vehículos, no sin antes maniatarlo. No era precisamente un lugar limpio, pero solo sería su “celda” durante algunas horas, si todo salía como planeaban.

Hermione envió su Patronus a la casa donde estaban alojados Rose y James. A Draco, en cambio, debieron enviarle un mensaje por medio de una moneda encantada, pues no sabían quién podía estar junto a él en esos momentos. Sus hijos tardaron unos quince minutos en llegar; golpearon el portón del taller y Harry se los abrió rápidamente.

―Por Merlín ―dijo James, mirando incrédulo a su hermano―. No puedo creer que lo hayamos atrapado.

―Pronto pondremos fin a esta locura ―le aseguró Harry―. Pero primero tenemos que encontrar una manera de librarnos de sus amigos.

―¿El señor Malfoy vendrá pronto? ―preguntó Rose.

―No lo sé. Seguro que apenas pueda leer el mensaje se pondrá en camino.

De pronto, Albus comenzó a moverse. Parecía estar recuperando el conocimiento. Abrió los ojos, pero tardó un buen rato en acostumbrarse a la semipenumbra y distinguir los rostros de su padre, hermano, tía y prima.

―¿Qué es esto? ―preguntó, forcejeando inútilmente para soltarse de las cuerdas.

―Se terminó, Al ―dijo Harry severamente―. Vamos a restablecer el orden.

―¿Eso creen? ―se burló el joven―. Ay, papá, realmente tienes un gran corazón, pero eres el hombre más estúpido que haya conocido.

―Y tú actúas como si no acabaras de perder tu preciosa Varita de Saúco ―dijo James, mirando a su hermano menor con resentimiento.

―Solo porque me atacaron por la espalda. Ustedes los Gryffindor, siempre tan llenos de coraje y honorabilidad… Según recuerdo, yo al menos me batí a duelo contigo, papá.

―Prefiero ser llamado cobarde antes que… ―dijo Harry, pero se interrumpió, como si no se atreviera a completar la frase.

―¿Qué ibas a decir? ¿“Asesino de su propio hijo”, o algo así? ―se burló Albus.

―Esto es lo mejor para todos, Al ―respondió Harry, haciendo caso omiso a su pregunta―. Te prometo que no dejaré que te envíen a Azkaban. Pediré que te condenen a un año o dos de prisión domiciliaria, y te prohibirán usar varita durante… un buen tiempo ―Harry había estado a punto de decir “el resto de tu vida”, pero prefirió no revelarle que ese probablemente sería el castigo que le impondría el Wizengamot. Recordando lo que hizo Albus cuando le quitaron su magia con el Nullum Potens, años atrás, consideró que sería prudente que no lo supiera de momento.

―¡Qué generoso, papá! ¿Y mis amigos?

―Ninguno de ellos cometió crimenes más graves que los tuyos. Haré que el Parlamento dicte una amnistía, después de que tú seas condenado. Pero estarán sometidos a vigilancia, a menos que prefieran exiliarse.

―Veo que lo has pensado todo ―dijo Albus―. O más bien, la tía Hermione lo ha pensado por ti. Nunca tuviste una gran mente política.

―¡Tu padre es cien veces más responsable que tú, y mil veces más íntegro! ―protestó Hermione, con indignación. Albus le lanzó una mirada astuta a su tía, y dijo con sorna:

―Conque así son las cosas, ¿eh? Dime, ¿cómo debería llamarte ahora?

―Eso es suficiente, Al ―le advirtió Harry. Sintió cómo la moneda que utilizaba para comunicarse con Draco se calentaba en su bolsillo, y la sacó para ver la respuesta.

Había apenas una palabra escrita en la moneda: “TRAMPA”.

―Está bien, señor Potter ―dijo el muchacho en la fosa. Su cabello comenzó a cambiar de forma, y si bien seguía siendo negro, ahora era rizado. Sus ojos estaban pasando del verde esmeralda al castaño. Sus rasgos se hacían más finos…

Y en el preciso momento en que Harry y sus acompañantes reconocieron a Ash Bennett, el portón del taller fue abierto de par en par.

NOTAS

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