Cobarde

Hermanos, ¿creéis que ya habéis hecho bastante? ¿No veis que habéis sido traicionados? ¡Ay de nosotros, pues un nuevo tirano ha nacido de las sangrantes entrañas de la revolución! ¡Desdichados seamos aquellos que hemos contribuido a su nacimiento! Nosotros mismos hemos fraguado nuevas cadenas con las viejas cadenas rotas y las cruces quemadas se han vuelto a erigir. ¿Qué ha sido del mundo nuevo que íbamos a construir? Espartaco negocia con los señores y cuanto más se compromete con ellos, más sangre derrama entre sus propias filas. En su infinito orgullo, cree que por nuestro propio bien debemos ver el premio a la sangre derramada y a los sacrificios cada vez más lejos de nuestra legítima ambición, y que también por nuestro propio bien debemos caminar por sendas sinuosas hasta perder de vista la meta. ¡Ay de nosotros, desgraciadas criaturas, que somos la semilla de Tántalo! ¿Qué tipo de libertad es ésta, que no nos libera del yugo del trabajo? ¿Qué tipo de justicia es, si tenemos que seguir tragando nuestra propia saliva, bebiendo nuestro propio sudor, siempre mirando al futuro en lugar de abrazar el presente? ¿Qué clase de fraternidad es ésta, donde un hombre manda y el resto obedece? Realmente, su truculento orgullo no tiene límites, ya que justifica cada hazaña ante su propia conciencia con la idea de que actúa por el bien común. ¡Matadlo, matadlo, hermanos, pues un tirano con buenas intenciones es peor que una bestia que devora hombres…!

ARTHUR KOESLER, Espartaco

La primera sesión del Parlamento mágico bajo el gobierno conjunto de Albus y Percy había sido convocada para las cinco de la tarde del veintiséis de mayo. Isaac y el ministro fueron los primeros en llegar, y la asistencia fue casi tan perfecta como en la noche del veinticinco; solo Terry Boot estaba ausente, y aquello no sorprendió a nadie, pues la diatriba que Albus le había dirigido había sido demoledora.

Quince minutos más pasaron, y Albus aún no había llegado; los legisladores eran concientes de que el viceministro tenía un compromiso previo, el de supervisar personalmente la liberación de todos los prisioneros encarcelados por Servilia Crouch en Azkaban, pero esa tardanza los extrañaba cada vez más. Cuando Percy le insinuó a Isaac que deberían empezar la sesión sin él, el joven le dirigió una mirada glacial y respondió:

—Eso nunca, ministro.

Percy prefirió no insistir.

No obstante, cuando cinco minutos después el viceministro ingresó al recinto, el alivio que sintieron los legisladores cuando se puso fin a su espera fue reemplazado por un suspiro de aprensión. A diferencia de la noche anterior, en que se había presentado ante ellos con ropas muggles, Albus llevaba una túnica celeste. Dicha prenda hubiera parecido muy bella, si no hubiera estado empapada de sangre. Sus manos y su rostro también tenían salpicaduras rojas.

—Disculpen la demora —dijo Albus secamente, y subió al estrado que Isaac le había preparado, haciendo caso omiso de los intentos de su tío y su amigo por interceptarlo para preguntarle discretamente el motivo de su horrible apariencia.

—Quisiera comenzar esta sesión con esto —dijo el chico, haciendo aparecer un pergamino en la mesa que estaba frente a su sillón—. Aquí tengo una lista de todos los enemigos del Ministerio que han muerto o han sido arrestados en las últimas veinticuatro horas. La incorporación de estos magos y brujas a la lista implica su proscripción de por vida.

Albus le entregó la lista al empleado que redactaba las actas de la sesión para que incorporase los nombres al texto. Nadie se atrevió a hablar por un buen rato. La aparición del viceministro cubierto de sangre y blandiendo una lista con nombres de personas condenadas los había dejado atónitos. Isaac decidió abrir el debate.

—¿Qué significa que estén proscritos, viceministro?

—Significa que son declarados traidores a la comunidad. Significa que, aún en caso de que sean liberados de Azkaban, nunca podrán volver a ocupar cargos en el Ministerio. Significa que el cincuenta por ciento de sus patrimonios será confiscado.

—¿Confiscación? —exclamó Cormac McLaggen, un Gryffindor un año mayor que Harry Potter. Pertenecía a una familia de sangre pura antigua y bastante adinerada, por lo que el oír hablar de confiscación de propiedades por parte del Ministerio lo ponía muy nervioso— ¿Desde cuando se puede aplicar esa pena sin un juicio?

—Desde anoche. Me concedieron facultades extraordinarias, ¿recuerdan?

—¿Pero qué delito han cometido? —insistió Cormac.

—Fueron partidarios de Crouch.

—¿Tienes alguna evidencia de que lo hayan sido?

—No necesitamos evidencia, McLaggen. Ustedes nos concedieron amplios poderes para poner fin a esta crisis, incluyendo el de condenar por nuestra cuenta a todos los combatientes enemigos. Tú mismo votaste a favor, así que no te quejes.

«Ah, y para poner fin a todas las dudas que deben estar albergando, esta sangre pertenece a las dos últimas adiciones que he hecho a la lista. Muchas otras personas pueden ser agregadas si desarrollan actividades subversivas de cualquier índole.

«Algo va mal, terriblemente mal», pensó Isaac, que sabía reconocer los estados de ánimo de su amigo y jefe político. «Al está aún más enojado que anoche, cuando el imbécil de Boot planteó sus objeciones a los poderes extraordinarios. Tengo que aplacarlo lo más que pueda hasta que acabemos con la sesión.»

—¿Hay alguna otra cosa que desee comunicarnos, viceministro? —preguntó el muchacho pelirrojo.

—Hoy mismo comenzaremos los preparativos para realizar un censo de toda la población mágica del país. Quiero saber exactamente cuántas personas tienen sangre mágica o están casadas con un mago o una bruja. Por ello enviaremos censistas a todos los hogares mágicos aproximadamente dentro de un mes. Los censistas serán empleados de bajo rango del Ministerio a quienes se les pagará un sueldo extra por su labor. Si los empleados públicos no alcanzan, contrataremos voluntarios.

—¿Y qué utilidad tiene eso? —preguntó Cormac, tras menear la cabeza con escepticismo.

—Primero que nada, me interesa averiguar con la mayor precisión posible cuántos magos hijos de muggles hay en el país. También quiero saber cuántos matrimonios mixtos (quiero decir, entre un mago o bruja y un muggle), y cuántos squibs existen.

Los legisladores se removieron en sus bancas, algo incómodo.

—¿Y por qué no creas una Comisión de Registro, como hizo ese gran estadista que fue Pius Thicknesse, Potter? —preguntó Cormac con una sonrisa irónica, expresando lo que más de uno pensaba.

—Supongo que con ello estás insinuando que mis intenciones son las de perseguir a todas aquellas minorías que he mencionado —replicó Al.

—¿Para qué otra cosa querrías hacerlo?

Albus miró despectivamente a Cormac.

—Hay tantas cosas que no conoces, McLaggen… ¿Olvidas acaso que mi abuela paterna era hija de muggles? ¿Y que uno de mis mejores amigos también lo es? ¿Y que otros dos de mis mejores amigos, uno de los cuales está sentado aquí con nosotros, son descendientes de squibs? ¿Necesito recordarte todo eso, McLaggen?

El tono de voz de Albus se había ido elevando a medida que enumeraba esos hechos, y el nerviosismo de los legisladores había aumentado. Isaac se moría de las ganas de levantarse de su estrado, subir al de Albus y arrastrarlo fuera del recinto hasta que se calmara, pero sabía que jamás podría hacer algo así, y permaneció mirando al frente, inmutable.

—El motivo por el cual estoy proponiendo censar a todos los magos y descendientes de magos es porque me interesa adoptar una política mucho más favorable hacia los squibs, hijos de muggles y matrimonios mixtos que la que se ha seguido hasta el momento. Me interesa ayudarlos, me interesa beneficiarlos, no hacerles daño, McLaggen. ¿Por qué? Porque esos tres grupos son un vínculo innegable entre el mundo mágico y el mundo muggle. ¿No lo entiendes? ¡Tengo que saber cuántos son para poder articular mis políticas adecuadamente!

—¿Y en qué consisten esas políticas, Potter? —insistió Cormac— ¿Cuándo nos dirás qué planeas hacerles…?

Pero Cormac no llegó a terminar la frase, ya que las enormes puertas del recinto por las que entraban los legisladores fueron abiertas de par en par desde afuera, con un empujón. Terry Boot estaba allí de pie, respirando agitadamente. Dos Aurores estaban detrás suyo, sin decidir bien si debían llevárselo a causa de lo alterado que se hallaba o dejarlo pasar debido a su status de miembro del Parlamento.

—¡POTTER! —rugió Boot, haciendo que casi todos los presentes dieran un respingo.

—Vaya, pero si es el hombre del corazón parlante —se burló Albus.

—¡Monstruo! ¡Asesino de mierda! ¡Mago oscuro! ¡Traidor! ¡Hijo de puta…!

—¿Qué pasa, Boot, estás tomando lista?

—¡Has matado a Anthony! ¡Lo mataste, pequeña bestia inmunda! ¡Lo destrozaste!

—Ah, es por eso. Bueno, Boot, el nombre de tu amigo está en la lista de los proscritos. Era un partidario de Crouch, un enemigo del Ministerio y un traidor.

—¿O sea que lo admites?

—Sí, Goldstein murió por orden mía —reconoció Albus.

—¡Claro, por orden tuya! —exclamó Boot— ¡Nunca por tu mano, ¿no es cierto, Potter?!

—Boot, te daré una oportunidad para que cierres la boca y vuelvas a tu asiento —dijo Albus, cuyos labios se apartaron más de lo común y mostraron sus blancos dientes en un gesto inconsciente de ferocidad al decir «cierres»—. Pronuncia una palabra más y te proscribiré. ¿Sabes qué significa eso? Azkaban, confiscación de propiedades e inhabilitación para ocupar cargos. Cállate y siéntate.

—¡No voy a obedecerte, Potter! ¡No soy tu maldito lacayo, como todos estos lameculos! —dijo, señalando a sus colegas con el dedo— ¡No permitiré que un solo hombre decida los destinos de todos nosotros!

—¡Ya oí suficiente! ¡Aurores, arréstenlo! —gritó Albus, que parecía hallarse casi tan enojado como Boot.

—¡YO ENCONTRÉ SU CADÁVER, POTTER! ¡LO HABÍAN DESPEDAZADO! ¿A QUIÉN MANDASTE A HACER EL TRABAJO! ¿A TU PUTA, ROSIER?

—¡CÁLLATE! —bramó Albus, levantándose de su sillón y mirando con odio a Boot— ¡NO DEJARÉ QUE INSULTES A LA MUJER QUE AMO! ¿QUIÉN TE CREES QUE ERES? ¿QUIÉN MIERDA TE CREES QUE ERES PARA HABLARME ASÍ?

Los Aurores forcejeaban con Boot, intentando arrastrarlo fuera de la sala, pero el Ravenclaw tenía mucha fuerza y no se movió un centímetro.

—¿QUIÉN SOY YO? ¡TE DIRÉ QUIÉN ERES TÚ, POTTER! ¡ERES UN MOCOSO DESPRECIABLE! ¡DICES QUE HACES TODO LO QUE HACES POR EL BIEN DE LOS DEMÁS, PERO SOLO TE INTERESAS POR TI MISMO! ¡TU NOVIA, TUS AMIGOS, NADIE TE IMPORTA UNA MIERDA! ¡Y TE DIRÉ ALGO MÁS: TU PADRE ES CIEN VECES MEJOR MAGO QUE TÚ! ¡DEBERÍAS AVERGONZARTE DE LLEVAR EL APELLIDO POTTER! ¡ERES UN COBARDE! ¡COBARDE, POTTER, COBARDE!

Albus sacó su varita tan rápido que muchos no pudieron ver el movimiento. Isaac comprendió lo que iba a pasar.

—¡ALBUS, NO! —gritó, pero en ese mismo momento su amigo estaba diciendo:

—¡AVADA KEDAVRA!

El rayo verde que salió de la Varita de Saúco era mucho más deslumbrante que un Avada Kedavra normal, e hizo que todos los legisladores se arrojaran al suelo, intentando cubrirse y evitar que los alcanzase. Pero pese a que Albus estaba ciego de cólera, su maldición fue certera. Terry Boot cayó muerto ahí mismo, frente a los ojos de todo el Parlamento mágico.

Todo pareció petrificarse. Los ojos de los presentes iban del cuerpo sin vida de Terry al muy vivo rostro del viceministro, que continuaba con la varita levantada. Isaac, que se había levantado para tratar de detener a Albus, se desplomó sobre su sillón con expresión abatida, mientras que Percy estaba acurrucado en el suyo y parecía querer vomitar. El otro líder del Parlamento, Francis Fedden, clavaba una mirada fría y calculadora en el viceministro.

Más sosegado, Albus bajó la varita.

—Llévenselo —ordenó a los Aurores, haciendo referencia al cadáver—. Agrega su nombre a la lista de proscritos —añadió, dirigiéndose al escriba. Cuando el funcionario acabó, el viceministro se volvió a sentar en su sillón.

—¿Bueno, por dónde estábamos? —dijo desenfadadamente.

***

La sesión no duró mucho más. Albus terminó de exponer sus planes en relación al censo —sin que ni Cormac McLaggen ni ningún otro lo interrumpiese con cuestionamiento alguno— y abandonó el recinto con paso enérgico. Todos aquellos con los que se cruzaba se apartaban de su camino, en parte por las manchas de sangre de su túnica y en parte porque ya habían oído lo de Terry Boot.

La nueva oficina de Albus no era la de Crouch; el muchacho no quería tener que soportar a todos los retratos de los ex ministros, y además había seguido un consejo de Valerie en el sentido de que no le convenía desairar a su tío birlándole el despacho que por derecho le correspondía ocupar. Había optado por una que había pertenecido al subsecretario del Ministro y que Al había agrandado un poco. Marietta Edgecombe era ahora su secretaria privada, y fue lo bastante prudente como para no decir nada cuando lo vio entrar como una tromba a la estancia.

Apenas estuvo solo, Albus se dirigió hacia su sillón, pero apenas alcanzó a dar cinco pasos antes de derrumbarse sobre la mullida alfombra que cubría el suelo de la oficina. El joven se cubrió el rostro con ambas manos y comenzó a sollozar desesperadamente, meciéndose hacia delante y hacia atrás. No lloraba por Anthony Goldstein ni por Terry Boot ni por ninguna otra de las personas a las que había matado u ordenado matar. En rigor, no lloraba por ningún muerto.

No escuchó el sonido de la puerta abriéndose, ni los pasos de su visitante sobre la alfombra. Solo se dio cuenta de que no estaba solo cuando una suave mano se apoyó en su hombro izquierdo, y otra mano comenzó a acariciarle el cabello. Intentando recuperar su compostura, Albus se volvió, esperando hallar a Valerie. Pero cuando vio el rostro de la joven pelirroja, se llevó la segunda mayor sorpresa de aquel horroroso día.

—Hola, Alby —lo saludó afectuosamente su hermana Lily Luna.

NOTAS

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