Memorias de Livius Black XIX

Nuestro sueño no fue muy largo, porque los rayos del sol del mediodía acabaron por despertarnos unas cuatro o cinco horas más tarde. Los elfos de Scorpius nos habían preparado un almuerzo ligero —nuestros estómagos no hubieran soportado mucha comida después de todo lo que habíamos tomado la noche anterior—, y cuando lo terminamos, Albus nos dijo:

—Creo que muchos de ustedes deben estar ansiosos por visitar a sus familias. Liv, Ash, sus padres serán liberados a las cuatro y media, junto con todos los demás prisioneros de Azkaban. ¿Quieren acompañarnos a Valerie y a mí al número doce de Grimmauld Place? Vamos a instalarnos ahí por ahora.

Ash aceptó de inmediato, pero Alcyone quería reencontrarse con su padre así que declinamos su oferta. Scorpius, entretanto, había recibido la última edición de El Profeta y se rió mucho al ver la portada. Cuando le preguntamos qué tenía de graciosa, la dio vuelta para que los demás la viéramos, y tuvimos que coincidir en que era cómica, pues rezaba simplemente “NUEVO GOBIERNO”, y mostraba una enorme foto de Albus y a Percy en el Parlamento Mágico (en la que Al parecía mucho más cómodo y satisfecho que su tío). Ninguna explicación sobre cómo el peligroso criminal de ayer se había metamorfoseado en el respetable viceministro de hoy.

—Los periodistas son marionetas muy obedientes —fue el único comentario que hizo Albus antes de retirarse junto a Ash y a su novia. Agamenón también fue a visitar a su madre, mientras que Louis Rosier y Lysander fueron a ver a los Scamander. Louis Weasley, en cambio, no tenía demasiado interés en ver a sus padres, hermanas y nuevo cuñado, quienes además estaban vigilados por los Aurores. De modo que el Ka-Tet se desbandó momentáneamente tras una noche de parranda que creímos que sería inolvidable, aunque los terribles eventos que vinieron después la hicieron cada vez más borrosa e insignificante en nuestras memorias.

***

Prometheus Hitchens nos recibió cordialmente, en apariencia contento de vernos tanto a Alcyone como a mí sanos y salvos. Por lo que él nos comentó, pudimos deducir que todos los magos y brujas que él conocía parecían más perplejos por el súbito “nuevo gobierno” del que hablaba El Profeta que dispuestos a rebelarse contra él. El discurso de Al ante el Parlamento no había sido publicado textualmente en dicho periódico, y las únicas referencias eran vagas paráfrasis hechas por los periodistas que redactaron las notas. Así que, pensé, todo dependía de lo que Albus dijera en el discurso que planeaba pronunciar por la Red de Ondas Hechizantes el día de su investidura formal como viceministro.

Cuando estábamos saliendo, Prometheus me retuvo un momento, diciendo que quería hablar conmigo en privado; sin embargo, no me condujo a un cuarto cerrado sino a la cocina. Alcyone, pues, podía vernos desde el vestíbulo, pero no escucharnos.

—Black —me dijo, colocándose de tal manera que su hija no pudiera verle el rostro mientras me hablaba—, quiero que mientras te hablo vayas esbozando una sonrisa, ¿entendido? Haz como si te estuviera diciendo algo cómico o cariñoso.

Obedientemente, comencé a curvar mis labios.

—Quiero que sepas esto: no sé qué es lo que tu amiguito Potter y tú tienen planeado, pero si mi hija… si algo le llega a ocurrir a Alcyone, te consideraré personalmente responsable. Lo digo en serio, Black. Si mi hija sale lastimada, te culparé a ti. Me aseguraré de hacer tu vida miserable, muchacho.

Me vi forzado a hacer aún más amplia mi sonrisa, para disimular lo hondo que me herían sus palabras. Siempre me había caído muy bien Prometheus… al menos todo lo bien que a uno le puede caer el padre de su novia. El saber que él me consideraba un peligro para la seguridad de Alcyone era una sorpresa muy desagradable.

—¿Nos entendemos, Black? —preguntó el señor Hitchens, y no solo debí seguir sonriéndole y asentir, sino que también le di una afectuosa palmadita en la espalda antes de volver con Alcyone. Prometheus nos abrió la puerta de su casa, besó a su hija y me dio un firme apretón de manos como despedida.

***

Alcyone y yo pasamos el resto del tiempo que faltaba para las cuatro y media en mi casa, poniéndola en orden y limpiándola lo más posible, para que mis padres la encontrasen en el mejor estado posible. Debo decir que ella era menos hábil para los hechizos domésticos que yo.

—Nunca seré una buena ama de casa —comentó cuando yo logré sacarle al sofá una finísima capa de polvo que se había acumulado durante el tiempo en que la casa había estado deshabitada con apenas un movimiento de mi varita. Ese comentario me hizo sonreír. Alcyone y yo habíamos decidido tácitamente que cuando acabase la guerra nos iríamos a vivir juntos, pero ella nunca sacaba el tema a colación directamente, sino por medio de alusiones descuidadas como aquella. Así que escribí en mi bloc: “No te preocupes, yo puedo encargarme. No me quitará tanto tiempo.”

—O bien podríamos usar un poco del dinero de Al para comprarnos un elfo doméstico.

Alzando las cejas, escribí: “¿Quieres aceptarlo? No me parece apropiado que nuestro amigo nos pague.”

—No todo, pero sí podríamos tomar un poco para hacer algunos gastos importantes. Una casa, los muebles y un elfo. El resto podemos donarlo a San Mungo o algo así.

Como respuesta, escribí: “Yo preferiría donarlo todo a San Mungo. Es más, quiero volver a trabajar en San Mungo.”

—¿No prefieres eso de ser “agente especial” que Albus mencionó anoche?

Tras reflexionar unos segundos, respondí: “Tal vez por unos meses, hasta que se calmen las cosas. Luego renunciaré y le pediré que me consiga mi puesto como aprendiz de Sanador en el hospital.”

Alcyone leyó mi nota y asintió con la cabeza, pero pude ver que no me creía. En realidad, en el fondo ni siquiera yo lo creía. Solo buscaba una excusa. Como nuestra victoria era tan precaria, permitir que Al nos nombrase agentes y nos diese atribuciones superiores a las de los Aurores e Inefables parecía una medida de autopreservación. Seguía interesándome la medicina mágica, pero el poder era aún más atrayente.

Por medio de otra nota, la pregunté a Alcyone la hora, y ella me respondió que eran las cuatro menos cuarto. Aún nos quedaba más tiempo. Hacía algo de calor en la sala de estar, y de pronto Alcyone se me acercó unos pasos.

—¿Sabes? Hay algo que olvidamos hacer anoche en la Mansión —dijo, mientras me apoyaba una mano en el pecho y palpaba bajo la tela de mi camisa una de mis tetillas. Y, tras desabotonármela mientras me besaba ardientemente en los labios, se apartó de mí un poco y comenzó a desnudarse. Yo también me quité las ropas. Curiosamente, cuando ambos estábamos desnudos era cuando con más claridad se notaba la diferencia de alturas entre ella y yo; Alcyone me llevaba unos cuatro centímetros. Algunos hombres encuentran un poco incómodo ser más bajos que sus parejas, pero a mí me gustaba. Comencé a acariciarle los pequeños senos e hice ademán de inclinarla sobre el sofá para empezar a penetrarla, pero ella me detuvo y se colocó en la posición perrito. Era muy evidente lo que me estaba invitando a hacer. Yo siempre había fantaseado con el sexo anal, como todos los hombres, pero nunca había pensado que Alcyone me permitiría llevarlo a la práctica, y nunca me había animado a solicitárselo. Ella debió advertir que vacilaba, pues dijo:

—Quiero hacerlo, Liv. Sé que es la primera vez, pero realmente quiero probarlo contigo. Y quiero que sea hoy y ahora mismo.

Así que hice a un lado mis inhibiciones y la complací. Comencé lentamente, tomándome mi tiempo para introducirle mi pene y penetrándola a un ritmo muy suave, hasta que ella me tomó de la cadera con una de sus manos, cosa que interpreté como un pedido de que fuera más rápido. Empecé entonces a metérsela de manera cada vez más frenética, acariciándole los pechos y el clítoris al mismo tiempo para satisfacerla aún más. Y cuando acabé, continué estimulando su punto G con el dedo durante quince o veinte segundos hasta que ella también llegó al orgasmo. Nos tendimos en el sofá, su espalda contra mi pecho, intentando no quedarnos dormidos, algo que el calor de esa tarde primaveral dificultaba un poco. Finalmente Alcyone consiguió despabilarme levantando mi pene, que continuaba semirrecto, y dejándolo caer, tras lo cual comentó:

—Realmente es grande.

Estiré perezosamente la mano hacia mis jeans, saqué del bolsillo de atrás el bloc y la lapicera y los usé para escribir: “Después de ocho años juntos, ¿recién ahora te das cuenta? ¿O es que has tenido ocasión de comparar recientemente?” Riéndose, Alcyone me dio un golpecito no muy fuerte en el pecho.

—Claro que no, tonto. Solo que nunca me había puesto a pensarlo. En comparación con algunas de las que vi en fotos cuando era más chica…

La imagen de una Alcyone de once o doce años mirando fotos pornográficas me hizo reír bastante; es cierto que a su edad yo también tenía unas cuantas en mi poder, pero nunca me había imaginado que las chicas también hicieran eso. Luego escribí en el bloc:

“Bueno, a mí me faltan unos cuantos centímetros de cuerdas vocales. Algo tenía que recibir en compensación, ¿no?”

Ahora fue el turno de Alcyone de reír a las carcajadas, cuyo sonido era mucho más claro y normal que el de las que emitía mi incompleta garganta. Finalmente, tras utilizar algunos hechizos limpiadores en nuestros cuerpos —por no mencionar el sofá—, nos volvimos a poner las ropas y abandonamos la casa, en dirección al Ministerio de la Magia.

***

La única forma de llegar a Azkaban era por medio de la Red Flu. La isla tenía poderosísimos hechizos anti-Aparición (que no solo impedían a los magos sino también a los elfos domésticos Aparecerse en el lugar), y debido a otro conjunto de encantamientos protectores y barreras mágicas, era imposible utilizar un Traslador o volar en escoba para llegar allí. Había una chimenea, en el corazón del Ministerio, conectada a otra chimenea de Azkaban. Eso era todo.

Como las liberaciones masivas de prisioneros eran muy poco frecuentes, el cuarto donde estaba aquella chimenea había debido ser agrandado mágicamente. Alcyone y yo llegamos y no solo nos encontramos con Ash sino también con las familias de los Aurores, a las que habíamos secuestrado y mantenido prisioneras. Pero como Ash, Alcyone y yo nos habíamos cuidado de nunca raptarlas sin utilizar la Poción Multijugos, no nos reconocieron.

A las cuatro y media Albus llegó a la habitación, escoltado por Jezebel Smith, y tras dirigirnos un breve saludo, lanzó un puñado de Polvos Flu al fuego y dijo “Azkaban”. Cuando las llamas se pusieron verdes, nuestro amigo y Smith se adentraron en ellas.

Unos diez o quince minutos después, comenzó a salir gente de las chimeneas. Eran los Aurores. Todos estaban vestidos con el uniforme de Azkaban —una especie de túnica grisácea— y parecían más cansados y flacos que antes, pero el volver a ver a sus esposas, hijos, padres y hermanos con vida y en libertad pareció devolverles cierta alegría y entereza.  Y en medio de la pequeña multitud, pudimos distinguir al señor y la señora Bennett, aturdidos y sucios, pero vivos. Ash corrió hacia ellos y los abrazó con fuerza.

El flujo de ex prisioneros que salían de las llamas verdes comenzó a disminuir, y aún no había señal de mis padres. Comencé a inquietarme, pero Alcyone me dijo que Azkaban era una prisión muy grande, y que quizá los habían mandado a algún subsuelo muy alejado. Seguramente llegarían en diez minutos, me aseguró. Pero los diez minutos se convirtieron en quince. Y yo ya estaba por aventurarme al fuego cuando finalmente pudimos ver a Albus. Su túnica celeste estaba horriblemente manchada de sangre, y sus ojos tenían una expresión fría y dura que yo rara vez le había visto. Intenté frenarlo, pero él salió de la habitación sin dirigirme ni una mirada.

Alcyone, Ash y los Bennett estaban tan desconcertados como yo. Ninguno atinó a decirme qué podría haber pasado. Finalmente, armándose de coraje, Alcyone se me acercó y me dijo:

—Necesitas que te ayude para poder viajar por la Red Flu. Tendremos que ir juntos. Mantente lo más estrechamente abrazado a mí que puedas. No es seguro que termines en Azkaban, pero es la única forma.

De modo que Alcyone y yo nos metimos en el fuego verde. Entrelacé mis brazos con el cuerpo de Alcyone, que permaneció tiesa y con los codos muy apretados contra su torso. Cuando estuvimos listos, ella dijo:

—Azkaban.

Muchos magos, especialmente los criados en el mundo muggle, recuerdan vívidamente su primer viaje por la red Flu, pero yo estaba demasiado preocupado por mis padres como para prestarle atención. Cuando llegamos a Azkaban, nos encontramos con que la chimenea conectada a la red era la de la directora de la prisión, Mafalda Hopkirk. En esos momentos, la funcionaria parecía estar discutiendo con Jezebel Smith.

—¡No puedo creer que haya podido…! —estaba diciendo Hopkirk.

—Señora Hopkirk, yo no estuve allí con el viceministro, pero seguramente tendrá una explicación razonable… —dijo Smith,

—Disculpen —intervino Alcyone, haciendo que las dos mujeres se percatasen de nuestra llegada—. Estamos buscando a Julius y Allison Black. Se suponía que tenían que ser liberados hoy…

—¿Ustedes también? —protestó Hopkirk— ¿Qué diablos pasa con esos dos prisioneros? ¿O es que hay un tesoro escondido en la celda 176 y todos quieren…?

Pero no me quedé a escuchar el resto de su frase. Antes de que Alcyone pudiera detenerme, salí corriendo de la oficina de Hopkirk, sin comprender que necesitaría pedir indicaciones para hallar la celda en ese edificio grande y desconocido. Corrí ciegamente por los oscuros pasillos, sin prestar atención a los gritos y silbidos que me dirigían los prisioneros, hasta que prácticamente me choqué con uno de los Aurores que custodiaban el lugar. El hombre vio por mi vestimenta que no podía ser un prisionero, pero sospechaba que podía ser algún secuaz de los reos que venía a ayudarlos a escapar. Saqué lentamente mi bloc y, tras un monumental esfuerzo, conseguí calmarme y escribirle una nota explicándole mi situación. El Auror se apiadó de mí y aceptó llevarme a donde estaban mis padres. Bajamos por una serie de largas escaleras hasta llegar al piso donde se hallaba la celda 176. Aún recuerdo el intenso frío de la prisión, causado en parte por el clima y en parte por los Dementores, que habían sido obligados a salir del edificio pero continuaban revoloteando a su alrededor.

Llegamos a un pasillo apenas iluminado por un par de antorchas, que daba una vuelta antes de terminar. El Auror y yo caminamos hacia esa curva, pero cuando oímos un gemido de dolor, comenzamos a correr.

Lo que nos esperaba al otro lado de la curva era pesadillesco.

Había dos Aurores, de unos veinticinco o treinta años. A uno de ellos le habían desgarrado el vientre, desparramando sus intestinos por el suelo, pero antes le habían abierto las mandíbulas y le habían arrancado desde adentro las venas del cuello, que colgaban fuera de su boca. Sus globos oculares habían estallado.

El otro Auror había sido desmembrado. Sus brazos y piernas le habían sido arrancados, lo mismo que su pene. No obstante, seguía vivo. Sus muñones parecían haber sido quemados para que no sangraran. La única herida de la que manaba sangre era la de su miembro cortado.

El Auror que me había llevado allí se desmayó. Y yo sentí intensos deseos de vomitar e irme corriendo, pero tenía que buscar a mis padres. Una puerta metálica con el número 176 estaba abierta. Sin importarme que mis pies pisaban la sangre de los Aurores, corrí hacia la celda.

A la luz de la pequeña ventana con barrotes, pude ver a mis padres. Estaban sentados en el suelo. A primera vista, no presentaban ninguna herida. Me aproximé a ellos, pero no parecieron darse cuenta. Me arrodillé en el suelo y traté de establecer contacto visual. Sin embargo, sus ojos estaban vacíos. Les sacudí los hombros, primero con suavidad y luego más violentamente, buscando cualquier clase de reacción de su parte. Incluso le pellizqué la mano a mi madre y le di una bofetada a mi padre. No reaccionaban. Eran vegetales. Y de repente comprendí lo que había ocurrido. El Beso del Dementor.

Pero no, no podía ser verdad. ¿Por qué Dawlish o Crouch los habrían condenado al Beso? No tenía el menor sentido. Era imposible. Debían estar en estado de shock por todo el tiempo en esa horrible prisión. En San Mungo los arreglarían.

—Por favor… —dijo la débil voz del Auror superviviente—. Ven, por favor… No me dejes aquí…

Decidido a conseguir respuestas, salí de la celda, me arrodillé frente al Auror y, esforzándome por mantener la vista fija en su rostro, escribí en mi bloc: “¿Qué les pasó a los Black?”

El Auror leyó con dificultad mi pregunta; parecía que la pérdida de sangre lo había desorientado. Pero cuando pudo comprender lo que quería, me miró y dijo:

—Te lo diré con una condición.

Yo le hice un gesto con la barbilla, invitándolo a decirme cuál era esa condición.

—Quiero que me mates con un Avada Kedavra cuando te lo haya contado. Prométeme que lo harás. Potter me hizo esto para que muera lentamente, desangrándome por la herida que me hizo al cortarme la verga. No quiero morir así…

Desesperado por saber la verdad, escribí rápidamente en el bloc “Lo prometo”.

—Willie y yo… —contó el Auror a continuación— Nunca habíamos visto a nadie recibir el Beso. Siempre tuvimos curiosidad por saber cómo era… Y cuando Dawlish trajo a esos dos muggles… era la oportunidad perfecta, ¿entiendes? ¡Nadie los iba a echar de menos! Así que metimos a un Dementor en su celda y lo dejamos comerse sus almas. ¡Pero luego vino ese hijo de puta de Potter y se volvió loco cuando vio lo que habíamos hecho y me hizo mirar mientras le… hacía todas esas cosas a Willie… y luego me hizo esto a mí! ¡Me cortó las piernas y los brazos y la verga… Y LUEGO ME LA HIZO TRAGAR!

Tuve el impulso de lanzarme sobre ese guiñapo humano y asesinarlo con mis propias manos. Pero una vocecita helada dentro mío me dijo que era mejor dejarlo como estaba. Que se desangrara hasta morir, como Albus quería. Se lo merecía. Así que me incorporé y me marché del lugar, haciendo caso omiso a los insultos y las súplicas que lanzaba el Auror agonizante a mis espaldas. Me sentía tan vacío y carente de emociones como ahora lo estaban mis padres.

NOTAS

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