Celular

[NOTA: Quiero dedicarle este capítulo a Julieth, que cumplió años ayer.]

La nieve había regresado, dejando el césped de la Mansión Malfoy, que había comenzado a asomarse durante las dos jornadas previas, nuevamente cubierto de blanco. A Scorpius no le importaba demasiado el cambio, porque por algún motivo el clima seguía pareciéndole igual de frío, con o sin nieve.

No había visto a Rose en dos semanas. Su último encuentro había sido en la Mansión -su madre Pansy estaba felizmente ausente, por lo que la hija de Ron y Hermione había podido visitarlo sin inconvenientes-, y los detalles del mismo le resultaban cada vez más distantes en su memoria. Apenas se enteró de la muerte de Hugo, Scorpius había intentado contactarse con ella por medio de la Red Flu. Desgraciadamente, encontró a Ron Weasley en la sala de estar, frente a la chimenea; el padre de su novia le dijo ásperamente que Rose no quería verlo y que se mantuviera alejado de ella. Scorpius no creyó en su primera afirmación, pero consideró prudente hacer caso a la segunda. Sabía que tarde o temprano Rose vendría a verlo, sin importar lo que dijera su padre.

No obstante, en aquella noche Scorpius comenzaba a dudar de sí mismo. ¿Pensaría Rose que él la había abandonado? ¿Interpretaría su silencio como indiferencia a la pérdida de su hermano? ¿O acaso lo odiaría por su amistad hacia Albus? Quizá ella estaba tan convencida como su padre de la culpabilidad de Al. Había sido un tonto… Debía escribirle en ese mismo instante.

Fue entonces que unos golpecitos en su ventana lo sacaron de sus reflexiones acerca de Rose. Scorpius no había visto a la lechuza posarse en el alfeizar de la ventana, pero en cuanto la miró, supo de inmediato su identidad: Geraldine, la lechuza mensajera de Albus. Era muy típico de Albus el haber querido diferenciarse de su padre eligiendo una lechuza marrón, con un aspecto mucho menos llamativo que las blancas que Harry solía utilizar. Solamente Albus y aquellos amigos suyos que hubieran recibido muchas cartas suyas a lo largo de los años habrían podido reconocerla.

Scorpius acarició cariñosamente la cabeza del ave y le sacó el paquete de la pata. Lo desenvolvió, cuidando de hacerlo lejos de la ventana por si alguien estaba vigilando la Mansión. En su interior había tres objetos. El primero era la Mano de Gloria de su padre, que él le había mandado unos días antes -aunque ese momento le parecía como si hubiera transcurrido una década atrás-. Lo segundo era un teléfono celular muggle; Scorpius había visto varios de esos, pero nunca había sabido utilizarlo. El tercero era una pequeña nota.

Londres muggle, mañana, 17:30.

Cuando suene, ábrelo y ponlo contra tu oreja.

Intrigado sobre la segunda frase de la nota, Scorpius miró el celular con más atención y vio que tenía una tapa. El chico la abrió y dedujo por la ubicación de los números, dónde tenía que colocar la oreja. No podía ser difícil, los muggles usaban aparatitos como ese todos los días… Pero aún así prefería la Red Flu o los Patronus o las lechuzas para comunicarse.

«Pero qué gran tonto soy. Preocupándome por las ventajas o desventajas de los teléfonos celulares cuando mañana tendré que hablar con mi amigo prófugo», pensó con una triste sonrisa.

Sin saber bien cómo sentirse, Scorpius le dio un poco de comida a Geraldine y se despidió de ella, tras lo cual se puso el pijama y se metió en la cama. Tuvo un sueño extraño, del que solamente podía recordar el cabello rojo de Rose y un sonido agudo y molesto.

***

Esa misma noche, en el callejón Diagon, una pequeña figura se movía entre las sombras. El personaje parecía muy nervioso, pero decidido a cumplir con su misión. Sus temores aumentaron cuando entró al mucho más oscuro y peligroso callejón Knockturn; sin embargo se limitó a caminar más rápido y mirar hacia los costados frenéticamente en busca de espías o ladrones.

Finalmente el hombrecito llegó a la parte posterior de un negocio de pociones de legalidad bastante dudosa, y se quitó la capucha. Aún con la mala iluminación que había allí, quedaba claro que se trataba de un duende.

-Buenas noches, Griphook -lo saludó cortésmente una joven voz. El duende se dio vuelta y se halló frente a Albus Severus Potter.

-Señor Potter -replicó Griphook, un poco aliviado y un poco asustado-. Me alegra volver a verlo.

-No lo creo -comentó Albus despreocupadamente-. Seguramente preferirías tener que lidiar con clientes menos… problemáticos que yo.

-Es cierto -admitió Griphook-. Pero el dinero no tiene olor.

-Vespasiano dixit -replicó Albus con una sonrisa.

-¿Quién es Vespasiano?

-El muggle que acuñó esa frase… y debo decir que «acuñó» es el término más adecuado que hay en este caso.

-Vayamos al grano, señor Potter -dijo Griphook, poco dispuesto a ponerse a hablar de cultura muggle en el lugar más riesgoso del país.

-De acuerdo. ¿Puedo tener acceso a mi cuenta?

-Por supuesto. Los depósitos de Gringotts son intangibles. El Ministerio no puede confiscarlos.

-¿Y qué hay de la cuenta de los Lestrange? -preguntó Albus con desconfianza.

-Ese fue un caso especial -dijo Griphook, a quien no le gustaba hablar de aquella bóveda que él mismo había ayudado a robar. Los duendes le habrían perdonado su violación a los principios de su raza con respecto al cuidado de los fondos si hubiera logrado su objetivo de recuperar la espada de Gryffindor, pero la misteriosa desaparición de aquella valiosísima reliquia y su igualmente misteriosa reaparición durante la segunda batalla de Hogwarts le habían impedido capitalizar el mérito de su acción. No obstante, los duendes de Gringotts decidieron volver a contratarlo justamente por su breve experiencia como ladrón. ¿Quién mejor para establecer nuevas medidas de seguridad que aquel que había conseguido sortear las viejas medidas? Aún así, muchos duendes despreciaban a Griphook por lo que había hecho-. Los Lestrange tenían un Horrocrux de Tom Ryddle en su cuenta. El Ministerio sostuvo que podía haber más objetos peligrosos de Ryddle allí y tuvimos que permitirles registrarla… Desdichadamente aprovecharon la oportunidad para confiscar los bienes depositados allí. Fue necesario que Rabastan Lestrange hiciera un trato con el Ministerio para que las cosas volvieran a la normalidad. El Ministerio devolvió los fondos a la bóveda, salvo un 25% que se quedó como multa, y su hijo y su viuda tienen libre acceso a ellos.

-¿Y la situación no puede repetirse conmigo? Al fin y al cabo, yo soy tan buscado como los Lestrange -dijo Albus. Inconscientemente, el joven se palpó el bolsillo, donde había guardado uno de los muchos carteles con su rostro y el de Valerie que había en el callejón Diagon, Hogsmeade y otros lugares.

-El Ministerio no conoce la existencia de su cuenta. Por supuesto, si nos preguntan estamos legalmente obligados a decirles que usted tiene una cuenta en Gringotts, pero eso no significa automáticamente que ellos puedan abrirla. El problema es que probablemente vigilarán el banco mucho más atentamente y será difícil hacerle llegar el dinero.

-¿Sería posible poner mi cuenta a nombre de otra persona?

-No. Pero sí puede transferir los fondos a alguna de nuestras sucursales en el extranjero. Allí el Ministerio británico no tiene autoridad.

-No pienso irme del país por ahora. Pero quizá… ¿Podría mandar una parte al exterior?

-Por supuesto.

-Entonces quiero enviar la mitad de lo que está depositado… ¿Cuánto es, por cierto?

-Un millón de galeones, señor Potter.

-¿La mitad o todo?

-La mitad -dijo Griphook, un poco fastidiado ante la actitud displicente hacia el dinero de Albus.

-¿O sea que tengo dos millones de galeones?

-Así es.

-Genial -dijo, con el mismo tono que podría haber usado para decir que una flor era muy bonita.

-Veo que no le atribuye mucho valor a su fortuna.

-El dinero es un medio, no un fin. Además, quienes creen que el dinero puede hacerlo todo, terminan haciendo todo por el dinero.

-¿Otro muggle? -preguntó Griphook.

-Son criaturitas muy sabias -dijo Albus con una sonrisa-. Bien, creo que debemos establecer alguna vía para que me entregues las sumas de dinero que necesito. El que saqué la última vez, antes de la muerte de mi primo, se me está por acabar. ¿Has traído lo que te pedí?

-Sí. Aquí están los doscientos mil galeones.

-Gracias -dijo Albus, tomando la pesada bolsa y guardándola en su mochila-. ¿Y qué hay de…?

-Aquí lo tiene -se adelantó Griphook, entregándole una bolsita más pequeña. Albus la abrió, vio que en su interior estaba lo que había pedido y se la puso en el bolsillo, junto al cartel de «Buscados».

-La próxima vez que necesite dinero, señor Potter, utilice la poción multijugos. Dígale a los guardias de la entrada que necesita hablar conmigo acerca de una inversión en el negocio de las amapolas. Ellos lo llevarán directamente a mi oficina sin someterlo a ningún control.

-¿Y tu oficina es un lugar seguro, Griphook?

-Por supuesto. Hago que la revisen a diario.

-Pues entonces, tenemos un trato. ¿Quieres que vayamos al Caldero Chorreante a celebrar con unas cervezas de manteca? -preguntó Albus jovialmente. Sin apreciar para nada el chiste, Griphook se despidió con un movimiento de cabeza y se fue de regreso a Gringotts.

-Duendes -dijo Albus entre dientes, pocos segundos antes de Desaparecerse-. Tan eficientes como carentes de humor.

***

Scorpius no tuvo problemas en irse de la Mansión Malfoy sin despertar dudas en sus padres. Draco estaba muy preocupado por las nuevas medidas económicas que preparaba la flamante ministra Crouch, y Pansy estaba demasiado satisfecha con el alejamiento entre su hijo y Rose Weasley como para preocuparse o cuestionar las idas y venidas de Scorpius. Así que en cuanto Scor abandonó los terrenos de la Mansión, se Desapareció con destino a un callejón muggle en Londres que él conocía bien y en el que era improbable que lo observasen. Como siempre, apenas llegó sacó su varita, listo para borrarle la memoria a cualquier muggle que estuviera cerca y lo hubiera visto, pero en aquella ocasión no fue necesario.

El chico no tenía interés en recorrer la Londres muggle, así que se limitó a alejarse del callejón, sentarse en un café y tomar un par de tazas de té, mientras esperaba que fuesen las cinco y media. Para distraerse se trajo un libro -una novela muggle de un tal Hermann Hesse que Albus le había regalado para su cumpleaños- y se puso a leerlo, suponiendo que así se mimetizaría mejor con los muggles (ya que temía haber elegido mal su atuendo).

La novela contenía una historia desconcertante -la clase de historia que solamente a Albus podría gustarle-, acerca de un tipo que se sentía infeliz en todas partes y se identificaba con un lobo. La coincidencia del nombre de pila del protagonista con el del padre de Al le hizo preguntarse si su amigo los identificaba, conciente o inconcientemente. No obstante, su cerebro no llegó a formular una respuesta al interrogante porque pronto el celular empezó a sonar, haciéndole dar un respingo.

Haciendo lo que había practicado en su habitación decenas de veces, y esperando que le pareciera un gesto natural a los demás muggles, Scorpius abrió el teléfono y se lo puso contra la oreja.

-¿Al?

-Hola, Scor.

Scorpius jamás se había sentido más aliviado en su vida, y una sonrisa un poco bobalicona se formó en sus labios.

-Al, no sabes cuánto me alegra oír tu voz.

-A mí también, amigo, a mí también.

-Escucha, sé que no mataste a Hugo. Todos lo sabemos.

-¿Incluidos Louis y Rose? -preguntó Albus con perspicacia.

-No lo sé, no he hablado con ellos -dijo Scorpius, incómodo-. Pero creo que lo mejor es que discutamos todo esto cara a cara.

-Es por eso que arreglé esta charla telefónica. Es la única forma segura de comunicarnos.

«Mañana a las nueve de la noche Valerie y yo estaremos en un café llamado Sha-Mat. ¿Sabes dónde queda?

-Lo averiguaré, no te preocupes -le aseguró Scor.

-Perfecto. Lo que debes saber es que no estaremos con nuestras apariencias normales, sino disfrazados con poción multijugos.

-¿Cómo sabré quiénes son?

-Pondremos un libro de Fedor Dostoievsky sobre la mesa. ¿Memorias del subsuelo te parece bien?

-Sí, está bien -dijo Scor, a quién le daba igual que llevasen un libro de Dostoievsky o el manual de uso de un DVD.

-Nos vemos mañana, amigo -se despidió Albus.

-Adiós… y buena suerte -dijo Scorpius, pero Al colgó antes de oír lo segundo.

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